El sonido de Marrackecht


Anochecía ya cuando llegamos a Marrackecht. Era viernes. Cruzamos la ciudad y fuimos directamente a la plaza Djerma el Fna. No era la primera vez, así que no tuvimos problemas. Metimos el coche en un garaje y fuimos al hotel. 
Estábamos cansados. Habían sido demasiados kilómetros para un solo día, pero nos duchamos y salimos a cenar. 
Nos sentamos en la terraza de un restaurante. El camarero nos trató con amabilidad que tienen reservada para los turistas. Y desde luego eso éramos, unos turistas en viaje de placer. Pero ninguno de nosotros olvidaba que teníamos una cita.
A la mañana siguiente estábamos descansados y con más ánimo para sortear a los chiquillos que constantemente nos rodeaban para vendernos cualquier cosa o para pedirnos unas monedas. Dimos una vuelta y vimos a los encantadores de serpientes, a los contadores de historias, a los músicos callejeros, a los vendedores de los bazares y a la gente que simplemente estaba allí. Nos tomamos un zumo de naranja y después nos fuimos a desayunar. 
Nos preguntábamos si entre tanta gente nos encontraría. No habíamos quedado en ningún lugar exacto ni a ninguna hora, la única referencia era que aquel sábado nos buscaría por la plaza, y allí estábamos. De todas formas no sería muy difícil localizar a unos extranjeros sentados en una terraza bastante visible, y menos para alguien que lleva dos años viviendo en Marrackecht. 
Y es que hacía ya dos años desde aquel viaje en el que nos marchamos sin él. Dos años ya. A veces, durante todo este tiempo, nos hemos reprochado nuestra actitud, demasiado pasiva quizás. Pero la verdad es que intentamos convencerlo y que fue inútil.
El decía que hasta cuando estaba en el hotel, el sonido de la calle y sobre todo aquella música obsesiva se colaba por las rendijas y se le metía en las entrañas, y entonces sólo pensaba en dejarlo todo, en abandonar y zambullirse entre sonidos extraños y tardes al sol. Y perderse. 
Y eso pasó. Nosotros nos volvimos con el encargo de comunicarle a ciertas personas su deserción, Laura, entre otras, y de solucionar otras cuestiones prácticas, como por ejemplo mandarle algunas cosas al hotel. 
Desde entonces no habíamos tenido contacto con él hasta que nos llegó la carta. “Necesito que vengáis. Es importante, para mí. El último sábado de febrero os buscaré por la plaza. Si no estáis lo entenderé. “ decía.
Evidentemente fue una sorpresa. Nosotros ya no nos veíamos como antes, pero nos pusimos de acuerdo y decidimos venir. En cierta manera su mensaje nos tranquilizó, ya que a pesar de las postales que de cuando en cuando mandaba a su familia, era inquietante no saber nada seguro sobre él. Ahora al menos sabíamos que le pasaba algo, pero que estaba vivo y que recordaba mi dirección. Por otra parte si hubiera necesitado ayuda inmediata nos habría avisado de otra forma. Claro que todo esto eran elucubraciones. 
Decidimos levantarnos y andar un poco por la Medina. El sol empezaba a calentar en serio y lo mejor era dar un paseo por las callejuelas estrechas donde siempre había sombra y donde los vendedores nos recordarían que éramos turistas y que estábamos en Marrackecht. Afortunadamente, teníamos algo que hacer y eso nos salvaba momentáneamente de la tentación de comprarlo todo. De todas formas nos quedamos con algunas cajas de madera pequeñas para hacer tiempo y para conversar con los vendedores. Estuvimos tentados a preguntar por él en algunos bazares, seguro que lo conocían, pero no nos atrevimos. 
Cuando nos cansamos de andar y del asedio de los muchachos que se ofrecían como guías, nos fuimos al hotel, ya volveríamos por la tarde o a la mañana siguiente si todo iba bien.
A veces, también hemos sospechado que aquel repentino desplante suyo fue solo un montaje, una puesta en escena de algo que ya tenía preparado. Laura desde luego no se mostró especialmente sorprendida ni lo atribuyó a un arrebato del momento. Nos dijo que ella se esperaba algo así desde hacía tiempo, que era como una idea que estaba ahí, latente, esperando un decorado propicio para manifestarse, y en eso sí que tenía algo que ver Marrackecht.
Lo que nadie esperaba era que se quedara de verdad. Al principio todos creíamos que sería una temporada más o menos larga, unos meses a lo sumo, y que después volvería. Al fin y al cabo siempre le había gustado viajar. Pero fue pasando el tiempo y su imagen se fue mezclando con la palabra Marrackecht hasta que al final pensábamos en él como en alguien que estaba lejos, y al que algún día veríamos. Lo curioso era que ahora ese día había llegado y que estábamos en el mismo hotel que la última vez.
Comimos en un restaurante que había justo al lado y después subimos a nuestras habitaciones. Hacía mucho calor. Nos pusimos a charlar un rato pero con aquel sopor lo único que apetecía era dormir.
Después de dos horas de sueño y de una ducha nos sentamos en la terraza del hotel y pedimos té con hierbabuena. Empezaba a anochecer. Llevábamos ya un día entero en aquella plaza y estábamos en el mejor momento para saborear el espectáculo. Con la entrada de la noche, la plaza se despereza y se comporta como un hormiguero humano. Miles de personas salen a la calle y se mueven incesantemente, los chiringuitos de comida despiden aromas a especias que se mezclan con el sudor, el polvo y el azahar. Y entonces es cuando los contadores de historias reúnen a su mejor público y cuando los músicos callejeros te envuelven con una melodía de apariencia simple, pero que repetida hasta la eternidad se te mete de verdad en las entrañas y te incita a la danza y al misterio.
Y eso era lo que estábamos contemplando cuando lo vimos aparecer. Nos abrazamos e intercambiamos palabras de emoción. Nos pusimos contentos de verdad. Estaba casi igual que antes, si acaso más moreno, y desde luego había perdido la apariencia bobalicona de todos los turistas. Le preguntamos por él, por su carta, pero nos dijo que más tarde. Se sentó con nosotros y hablamos de los amigos comunes, de nuestro trabajos, de algunas novedades. Le contamos que Laura se había casado y que esperaba un hijo; y en todo momento se comportó como si nada hubiera pasado, como si hubiera estado ausente durante unas vacaciones y a la vuelta charlara tranquilamente con los amigos. 
Nos llevó a cenar a un restaurante de lujo. Estaba en un segundo piso de una calle que desembocaba en la plaza. En las paredes había tapices y unas cortinas que parecían de seda. Nos sentamos junto a un gran ventanal con vistas al cielo y a los tejados de la ciudad. También se veía el minarete de  la Koutobia, desde donde por unos altavoces salía la voz que llamaba a la oración. Allí comenzó a hablar. 
Nos dijo que había aprendido a vivir en Marrackecht y que le gustaba, que era como una mezcla de delicadeza y basura en la que se sentía cómodo. Al principio, dijo, solo se relacionó con extranjeros como él, incluso tuvo una historia con una chica holandesa, pero duró poco.
Fue conociendo a gente de la ciudad y trabajó ocasionalmente en hoteles y cosas así. Nos contó que algunas veces estuvo a punto de volver, se acordaba de Laura y de todo aquello, pero que se enredó en una tela de araña y se dejó llevar; que en esa tela de araña el dinero era importante y que se metió en asuntos turbios. Cuando nos mandó la carta estaba en apuros por una historia de joyas y necesitaba que alguien que no infundiera sospechas hiciera de correo dentro de Marruecos, pero afortunadamente ya se había resuelto todo. También dijo que sentía si nos había preocupado, pero que se alegraba porque tenía ganas de vernos. 
Después dejó el tema y nos preguntó otra vez por Laura. Nos dijo que no la había llamado, pero que a menudo pensaba en ella, claro que ahora estaba fuera de juego. Nosotros respondimos a sus preguntas: el nombre de otro, el embarazo y demás detalles. Y fue entonces, al ver su expresión ausente, cuando nos dimos cuenta que algo en él había cambiado. Aquellos dos años no habían sido exactamente unas vacaciones. Quizás la nostalgia, la duda de haber elegido correctamente o esos asuntos turbios le habían dado a su sonrisa un toque de distanciamiento que no tenía antes. Pero desde luego no pensaba volver, aunque ninguno de nosotros sabía realmente porqué.
Al acabar de cenar fumamos. Nos dijo que por la mañana tenía que ir a Rabat, pero que nos quedaba toda la noche. Salimos del restaurante y volvimos a la plaza. Era ya tarde, pero la calle seguía igual, indiferente, poniendo a cada paso trampas para los sentidos a base de sonidos envenenados y olores antiguos, tragándose miles de historias, y la nuestra también. Así era Marrackecht, o al menos una de sus caras. 
Estuvimos casi toda la noche allí. Charlando, riendo, bebiendo zumo de naranja y te con hierbabuena, fumando. Despidiéndonos. Esta vez era todavía más inútil tratar de convencerlo de nada. Cuando nos volvimos al hotel, llevábamos cada uno un regalo que nos había dado con la condición de que lo abriéramos a solas y lejos, quién sabe por quéQuizás era esencia del veneno de Marrachecht.


Publicado en el nº  51 de la revista Campus editada por la Universidad de Granada. 

El corazón de una máquina tragaperras


Llovía demasiado. La tarde se presentaba gris y Bruno, que llevaba casi un semana sin salir, se sintió cansado. No estaba acostumbrado a luchar contra la nostalgia y aquella historia insistía en arañar por dentro.

Soñoliento, se asomó a la ventana y, tras recibir el impacto del aire fresco sobre la cara, decidió que ese era el día más adecuado para vengarse del artilugio que había hecho de su máquina tragaperras algo frío y cruel. No estaba dispuesto a consentir que después de tanto tiempo, el olvido se adueñara sin más de los circuitos de su querida Susi.

La noche que la vio por primera vez, era invierno. El frío y una precaria situación financiera hicieron que Bruno dirigiera sus pasos hacia una conocida taberna de bocadillos calientes y baratos. Durante los últimos meses, la economía sumergida no había salido a flote ni para dar una bocanada de aire y sus más de treinta años buceaban con dificultad entre cuantas pendientes y gestos de dudosa amabilidad.

Y en eso estaba cuando una melodía metálica y apagada sonó a sus espaldas. La notas destinadas a hacerse notar cumplieron su cometido y Bruno volvió la cabeza. Eran tiempos de soledad y no tenía ningún argumento para negarse a la llamada. Buscó una moneda y la echó con mimo por la ranura. Después apretó el botón verde de "Juego" y las tres figuras desaparecieron. Fue entonces, durante esos segundos de espera, cuando se le ocurrió decir "venga Susi".

Inesperadamente, tuvo dinero para la consumición de esa noche y de algunas otras que debía. No insistió en seguir probando fortuna, se marchó con la agradable sensación de sentirse tocado por algún pequeño soplo que habría escapado al control de la suerte.

Al día siguiente, volvió por curiosidad. No entendía casi nada del mecanismo de aquellos aparatos, pero sí lo suficiente como para saber que la probabilidad de conseguir otro premio era mínima. Sin embargo, una vaga ilusión hacía que se agarrara a la posibilidad de no estar dentro de lo que lógicamente cabría esperar. Cuando escuchó el sonido que hacían las monedas al salir a borbotones, pensó ya sin reparos que algo extraordinario le estaba ocurriendo.

A partir de entonces, su presencia en aquella taberna se convirtió en una de esas cosas de las que cualquiera podría estar seguro. Llegaba poco después de que la ciudad hubiera empezado a iluminarse por sí misma. Se apoyaba sobre la barra y pasaba las horas hablando con los conocidos que entraban y salían, esperando con tranquilidad el momento exacto en el que cada noche la corazonada se le metía como un pellizco en el estómago y entonces, cualquier conversación quedaba interrumpida y se acercaba a la máquina con la certeza de que Susi le devolvería su moneda mezclada con muchas más. Luego, entre palabras de asombro y miradas envidiosas, pedía con orgullo otra cerveza.

Algunas veces se quedaba absorto mirándola a través del aire espeso y viciado. Le gustaba contemplarla allí, en su sitio, negra y dorada, con apariencia dura, estática…, pero tan bella. Su aparente frivolidad era sólo una estampa tras la que se ocultaba un corazón programado. Incluso la vieja canción que de cuando en cuando salía como un lamento de sus entrañas, le parecía agradable. Sin lugar a dudas, era una gran máquina.

Lo que no soportaba era verla desenchufada, por eso siempre salía del local antes de que la apagaran, la sola idea de imaginarla inerte, sin luces, le producía tristeza.

Y así pasaron días y más días. Cada vez quedaban menos huellas de aquel código de consistencia férrea que la supervivencia imponía a cuantos merodean por los límites de su reino. Ahora todo era distinto, y no sólo por la desaparición de sus problemas pecuniarios, sino que estaba también la satisfacción de tener algo tangible a lo que agarrarse, y eso era Susi, el eje sobre el cual giraba su vida. La existencia se le tornó sosegada y apacible, y el ánimo parecía haberse instalado con una zona no tan alejada de la felicidad. Le gustaba salir a pasear, charlar con los amigos, sentarse en un banco y ver pasar a la gente. Y si en algún momento se diluía ante la sospecha de que aquello tendría un final, volvía a la taberna donde la sola presencia de Susi hacía que se sintiera reconfortado. Cuando se acostaba dormía en paz, con la mente inundada de alcohol, pero limpia y sin el acoso de la incertidumbre.

A veces, cuando la idea de un abandono se colaba como la niebla por todas partes, Bruno procuraba desecharla. No había motivo para enturbiar su pensamiento con cualquier insignificante presagio. Sin embargo, llegó una noche en la que Susi se olvidó de él.

Era miércoles. La taberna estaba casi vacía y el aire venía cargado de un aroma extraño. Se demoró en la barra más de lo acostumbrado. El cosquilleo en el estómago no acababa de aparecer y su querida Susi permanecía demasiado fría y distante, como ignorándolo. Algo iba mal.

A medida que transcurrían los minutos, la saliva se fue mezclando con una extraña sensación de sabor amargo que hizo que se acercara a la máquina. Cogió una moneda y la echó por la ranura. Un viento helado envolvió todo el local y Bruno apenas si se atrevió a respirar. Fue un segundo interminable y después..., no pasó nada. No hubo sonido de monedas agolpándose, ni melodía, sólo silencio.

Se quedó sin poder reaccionar. Los pulmones le pedían más aire y una gota de sudor resbaló desde la frente, bajó con lentitud por el rostro y fue a caer sobre la mano que aún estaba apoyada en uno de los botones de Susi.

No comprendía lo que estaba pasando, sin duda sería una broma o una confusión. Cogió otra moneda y volvió a intentarlo. Pero no había nada que hacer, la máquina se tragaba una y otra vez los círculos de metal sin dar ningún tipo de respuesta.

Cuando al final la evidencia se le agolpó en la garganta, se marchó con los bolsillos vacíos y con el cuerpo abandonado a la desolación. Fue una de esas noches que son demasiado largas. La calle casi desierta lo acogió como a uno de los suyos y entre el asfalto y las aceras deambuló sin rumbo. ¿Qué más daba el sitio? ¿Qué más daba todo? Su cabeza era un hormiguero de pensamientos sombríos, con intenso olor a derrota. Las caídas siempre eran igual.

Pero a medida que fueron pasando las horas, los músculos de la aflicción perdieron en tono y el repertorio de pesares se fue agotando. No había porqué dramatizar. Quizás se trataba de una mala noche, de un enfado fugaz o de cualquier otra nimiedad. Seguro que al día siguiente todo volvería a ser como antes. Y así, poco a poco, la esperanza se abrió paso y una leve sonrisa brotó al imaginar los detalles de la posible reconciliación. El llegaría haciéndose el desentendido, como si no le importara nada; o mejor, estaría varios días sin aparecer para que Susi tuviera tiempo de reconsiderar su actuación.

A la mañana siguiente estaba en la puerta del bar esperando a que abrieran. Los intentos por demorar el encuentro fueron en vano, y lo mismo ocurrió con las numerosas tentativas encaminadas a que Susi se acordara de él. Una tras otra, inexorablemente, las monedas iban cayendo al interior del artefacto para no volver.

Cuando optó por una retirada, comenzó a llover. Llegó a su casa empapado y cerró la puerta con desgana. La melancolía entró por las rendijas y el desasosiego campeaba a sus anchas. Transcurrieron minutos y horas, pero Bruno seguía sin digerir  la historia. Su mente se negaba a asimilar que todo hubiera sido obra de un destino caprichoso y juguetón. Buscaba culpables. Estaba seguro de que alguien o algo había manipulado los circuitos de su querida Susi. Habrían cambiado conexiones o habrían sustituido unas piezas por otras, e incluso es posible que hubieran conservado la silueta, mientras el resto, es decir, casi todo, estaría amontonado en algún cementerio de metales usados o desguazado en minúsculos trozos carentes de identidad. No, aquella no podía ser su querida Susi aunque tuviera la misma apariencia. Ella no le habría vuelto la espalda ni consentiría que sufriera tanto. Y fue quizás ese convencimiento el que hizo que comenzara a pensar en la más radical de las decisiones.

Seguía lloviendo. Después de casi una semana seguía lloviendo. Había tenido tiempo de enfrentarse con todo tipo de pensamientos y estaba cansado. Se asomó a la ventana y al ver la tarde tan gris, sintió que ese era el día perfecto para poner en todo aquello un desenlace de cine negro.

Un disparo seco sonó sobre el bullicio. Tras el impacto, la melodía de Susi se quebró y las notas sueltas quedaron como flotando entre el silencio que se adueñó del local. Las miradas de los parroquianos se concentraron en la figura de Bruno que se marchaba cabizbajo, pero nadie le dijo una palabra, ni un reproche, ni nada. Después de todo, era sólo una máquina tragaperras.


Primer Premio en el I Certamen de Cuento Corto de la Asociación Cultural Julio Cortázar de Madrid

Publicado en el nº 17 de la revista Campus editada por la Universidad de Granada.

Ilustración José Antonio García Amezcua


Llegaremos a Ítaca cuando amaine


Una mujer de 32 años me enseña el informe de una ecografía que se ha hecho en una clínica privada. Leo que tiene una lesión sólida irregular en la mama izquierda. Le pregunto que cómo se encuentra y hago la petición para una biopsia. 

Un joven de 27 años me cuenta que  desde que tuvo el COVID no se siente bien. Le duele la cabeza y apenas si puede dormir. Un amigo que también se contagió falleció. Desde entonces no ha vuelto al gimnasio y come todo lo que se le pone por delante. Tiene la tensión alta y pesa ciento veinte kilos. Después de hablar un rato, quedamos en que nos volveremos a ver en una semana. 

Un hombre de 78 años años me dice que ha ido a renovarse el carnet de conducir y le han pedido un informe del médico de cabecera.

El móvil se ilumina por un mensaje de la directora a la lista de médicos en el que informa de algunos cambios en las agendas.

Una madre entra con su hijo de 17 años y me cuenta que está muy preocupada porque a su hijo se le cae el pelo. Veo en la historia  que la preocupación se ha mantenido durante años. Intento tranquilizarla pero la mujer dice que nunca le han hecho caso y que tendrá que ir a un médico privado.

Un hombre de 54 años viene para ver los resultados de una ecografía que le pedí porque tenía altas las transaminasas. Cuando le explico que todo está bien, el paciente se tapa la cara con las manos. Me viene a la cabeza una película de Woody Allen en la que dice que benigno es la palabra más hermosa.

Un hombre de 36 años me pide una resonancia magnética porque le duele la espalda desde hace una semana. Después de explorarlo, le digo que sería más conveniente poner un tratamiento y ver la evolución. Antes de marcharse, me comenta que se quedaría más tranquilo con la resonancia.

Un hombre de 60 años con una cardiopatía isquémica me dice que no le ha llegado la cita de revisión para el cardiólogo. Veo en la historia que aún no tiene fecha asignada y le digo que no tengo ninguna información al respecto y que tendrá que preguntar en el hospital.

Una mujer de 87 años viene con su cuidadora para aclarar la medicación para el dolor. La cuidadora quiere que escuche de mi boca las instrucciones porque dice que la paciente tiene sus propios criterios sobre cómo debe ser la posología.

Cuando dan las diez, salgo a la calle por la puerta en la que supongo que habrá menos gente. Saludo con un breve gesto a varios pacientes de mi cupo que me miran con ganas de hablar.

Me siento junto a un antiguo compañero que ha venido a tomar café con nosotros. Desde que comenzó la pandemia, se han jubilado cinco médicos. Todos eran de las primeras generaciones que abrieron los centros de salud con el convencimiento de que iban a cambiar el mundo.

Recuerdo la charla que dieron en la facultad dos médicos de familia de la primera promoción. Salí del salón de actos con una especie de orgullo profesional porque acaba de decidir cual sería mi camino.

Ahora que se están jubilando aquellas primeras promociones, me doy cuenta de que el mundo ha cambiado tal y como nos propusimos, aunque no sé si en la dirección que esperábamos. Cada día durante el desayuno, enumeramos una pormenorizada casuística de quejas y agravios profesionales que sobrellevamos como podemos. La sociedad ha sido la que ha cambiado y nuestras consultas se han convertido en un espacio en el que confluyen fuerzas divergentes que son difíciles de encajar. Las expectativas sobre la salud y la enfermedad que tienen hoy los pacientes (1), el desarrollo de otras especialidades más tecnologizadas, las múltiples instrucciones que mandan las autoridades sanitarias (2) o la rápida generación de nuevo conocimiento que cada vez es más difícil de abarcar son cuestiones que se agolpan en los minutos que dura cada consulta y nos dejan con la sensación de haber perdido el control, como un barco sin rumbo en mitad de la tormenta, con las velas recogidas y el motor apagado, pero con la ingenua esperanza de que llegaremos a Ítaca cuando amaine.


Bibliografía


  1. Irigoyen J. La reestructuración de la profesión médica. Política y Sociedad 2011;48(2):277-293. https://doi.org/10.5209/rev_POSO.2011.v48.n2.4.
  1. S. Minué-Lorenzo, C. Fernández-Aguilar. Visión crítica y argumentación sobre los programas de atención de la cronicidad en Atención Primaria y Comunitaria. Aten Primaria, 50 (2018), pp. 114-129
Publicado en la revista Atencion Primaria en julio 2022

Al amparo de Percival




Hoy he creído notar el primer aviso de Percival. Sus cuerdas han sonado de una forma especial. Lo conozco bien. Llevamos mucho tiempo juntos y por eso sé que esta mañana ha sido distinto y que tengo que darme prisa.

Percival es mi violín, bueno, creo que es más correcto decir que yo soy su hombre. Nos conocimos casi por casualidad y aunque algunos detalles fluctúan algo borrosos en mi memoria, conservo con bastante nitidez el recuerdo de lo que pasó.

Era mediodía ¿o quizás de noche?, en realidad no importa demasiado. Elena y yo estábamos sentados en una cafetería y nos llamó la atención un hombre ya mayor que entró en el local. Tenía un aspecto descuidado, casi haraposo y llevaba un violín.

Yo había estado varios años estudiando en el conservatorio, pero como la voluntad nunca me acompañó, acabé dejándolo. Me había quedado, sin embargo, gran afición a la música y una envidiosa admiración hacia todo el que se ganaba la vida de aquella manera.

Al rato ya estaba tocando, y lo hacía de tal forma que aunque no era un virtuoso, las notas que salían del instrumento me llenaron de una agradable sensación de paz. Por lo visto, él se dio cuenta, porque al acabar de tocar se acercó a nuestra mesa.

Al verlo venir, me puse un poco nervioso y busqué algunas monedas. Cuando las encontré y me disponía a dárselas, él frenó mi mano con la suya.

—No, no quiero dinero —dijo—, quiero que aceptes un regalo.

Me sentí incómodo, había por ahí tanta gente rara…; aunque recuerdo que su mirada era tan serena que hizo que mi actitud me pareciera torpe ante su naturalidad.

—Y dígame —acerté a decir—, ¿Por qué quiere hacerme un regalo?

Entonces puso un gesto triste y permaneció en silencio. Yo no podía dejar de mirarlo, era todo tan, tan…; bueno, el caso es que empezó a interesarme. Me fijé en las arrugas de la piel, en los rasgos de su rostro, y sobre todo en las manos, tal vez por la forma de sujetar el violín. Creí adivinar un interminable discurrir de caricias entre ambos, se agarraba a él como si fuera lo más importante de su vida.

—Mira —me dijo al fin—, voy a morir pronto y Percival se va a quedar solo. Necesita a alguien que sepa quererlo, y sé que a ti su música le ha gustado.

—Perdone, no entiendo nada. Usted ni siquiera me conoce.

El viejo ni se inmutó. Decididamente pensé que aquel tipo estaba loco, pero él pareció adivinar.

—Imagino lo que estarás pensando —dijo en tono burlón—, es lógico, a mí me ocurrió igual. Es cosa de paciencia y también de fe, lo sé, ya verás…

—¿Fe? ¿No será usted un…?

—Tranquilo, je, je…, no soy nada de eso. Escúchame bien. Es algo muy sencillo, el violín necesita cuidados, nada más natural, ¿no es cierto? A cambio tendrás su agradecimiento, mucho más de lo que imaginas.

—Sigo sin comprender

—No puedes comprender todavía, no te preocupes. Cuida de Percival, él se encargará del resto.

Dejó el violín sobre la mesa y se quedó mirándolo, inmóvil, con aquellos ojos vivos que parecían querer comunicar lo que no acertaba a articular su boca.—¿Quiere decir que me lo regala de verdad?

Por un instante la codicia me desbocó. Traté de controlar mis gestos. Tal vez se trataba de una pieza robada en alguna colección. ¿Stradivarius quizás?

—Pero yo apenas si sé tocar —intenté disimular.

—Él te enseñará, déjate llevar, sé dócil.

Y dando media vuelta abandonó el local. Elena me miraba con cara de asombro, ella también estaba impresionada con lo que había pasado. Y así nos quedamos, con los cafés fríos y el violín sobre la mesa.

Cuando llegué a mi casa, no pude aguantar la tentación y me puse a tocar. Me había picado tanto la curiosidad aquel viejo, que cuando cogí el violín me puse nervioso, como si alguien me estuviera escuchando y yo temiera no estar a su altura de la ocasión.

Empecé a tocar. El arco se deslizó suavemente sobre las cuerdas y las notas comenzaron a brotar, al principio con timidez, pero poco a poco fueron perdiendo el miedo y al cabo de varias horas, allí seguíamos los dos, Percival y yo. La música sonaba ya con una fluidez que hizo que recordara las palabras del viejo: «Él te enseñará…». Sentí que toda la historia empezaba a tener sentido y que algo en mi vida había cambiado.

Ése fue el primer día que llegué tarde al trabajo. Por lo visto me quedé dormido sin darme cuenta porque al despertar, el violín estaba a mi lado, junto a la almohada. Sin duda, estuve tocando hasta muy tarde. Miré preocupado el despertador. ¡Eran las nueve y media! Yo entraba a trabajar a las ocho. Salté de la cama y mientras me vestía pensé en la noche anterior, me había sentido realmente bien, tanto que olvidé poner en marcha el despertador y esto sin duda me traería problemas.

Al momento yo estaba en la calle esperando el autobús. Durante los veinte minutos largos del trayecto, tenía tiempo de preparar alguna excusa más o menos convincente. Empecé a barajar tres o cuatro posibilidades. Cuando el autobús llegó a mi parada, aún no había preparado ninguna.

El jefe se presentó delante de mi mesa, y ante la avalancha de improperios sólo atiné a esbozar un «lo siento, se me ha hecho tarde» apenas audible. Él se quedó confundido, seguramente esperaba oír algo rebuscado, pero mi indiferencia los desconcertó. Antes de irse me preguntó si me ocurría algo.

Satisfecho por el desenlace de lo que parecía una catástrofe, me fui a desayunar. La verdad es que yo nunca me concentré demasiado durante las horas de trabajo, pero aquel día no fue normal. Las notas de música se deslizaban entre montones de facturas para revisar y los acordes retumbaban por todos los rincones de mi cerebro.

Durante las semanas siguientes apenas sí salí a la calle. Me marchaba lo antes posible del trabajo y estaba totalmente ocupado intentando sacar lo mejor de Percival. Cada vez tocaba mejor, parecía asombroso lo rápido que estaba aprendiendo. Cuando lo apoyaba sobre mi cuerpo y comenzaba a tocar, todo tenía otro sentido. La música invadía mi ser, hacía que me despreocupara de lo que hasta entonces había sido mi vida. Así, tras los primeros cambios sutiles, casi imperceptibles, experimenté otros claramente manifiestos que pronto empezarían a traerme complicaciones.

Desde que nos conocimos, Elena iba casi todas las tardes a mi casa. Cuando Percival cayó en mis manos, ella también se entusiasmó con la historia, pero al ver que me lo estaba tomando tan en serio, cambió de actitud e intentó, sin éxito, que saliéramos más a menudo. Después espació sus visitas y cada día se mostraba más distante y esquiva.

—¿Qué te pasa? —Le pregunté un día.

—¿A mí? ¿Qué te pasa a ti querrás decir? ¿Pero no te das cuenta de que estás atontado? Desde que aquel dichoso viejo te dio el violín pareces otro, llegas tarde al trabajo, no me haces caso… ¿Qué vas a hacer si te despiden? ¿En qué mundo crees que vivimos?...

Yo no supe qué responder, pero en aquel momento, me di cuenta de que se había abierto entre nosotros una zanja difícil de tapar, y aunque siguiéramos juntos, tarde o temprano nos separaríamos.

Luego todo se precipitó; me echaron del trabajo, Elena se fue, tuve que dejar la casa, coger una habitación en un bajo… Pero nada parecía tocarme, me sentía impermeable ante ese acúmulo de nimiedades y sólo me preocupaba por las cosas realmente importantes como Percival, su música y yo.

Al principio me daba vergüenza poner la mano, por eso me compré un sombrero y…, bueno, la verdad es que lo cogí de un coche. Me gustó tanto que busqué una piedra y la tiré contra el cristal. Creo que nadie me vio…; pero ya me he dado cuenta de que esto no tiene ninguna importancia, el caso es que con el sombrero la cosa fue más fácil. Lo colocaba junto a mis pies, un poco más retirado mejor. Cuando oía el sonido de una moneda al chocar con otra, me ruborizaba un poco, pero uno se acostumbra a todo y ve que tampoco eso tiene importancia.

Empezamos por ir a los parques, pero vinieron días lluviosos y tuvimos que refugiarnos en el metro. No me gustó. Era triste. Daba igual que fuera otoño, los túneles y las luces artificiales seguían quietas sin sospechar que afuera los árboles dejaban caer sus hojas y el suelo se cubría con un manto amarillo y seco que crujía cuando caminabas.

La verdad es que no me vino mal para acostumbrarme, nadie parecía fijarse en mí, y eso me ayudó. Además, cuando comenzaba a tocar me olvidaba de todo, cerraba los ojos y ya no importaba el lugar, ni la luz…, ni nada.

Al final me acostumbré. Desde luego, allí abajo Percival suena mejor que en cualquier otro lugar. Los túneles, en un principio lúgubres, acogen muy bien la música; se diría que la están esperando, y cuando llega, se la pasan unos a otros, como jugando; eso es lo que nosotros conocemos por sonoridad.

Ahora vamos todos los días. Madrugamos mucho, pero claro, por la noche también nos acostamos temprano. Cuando pasan las primeras personas con cara de ir a trabajar, ya estamos tocando. Yo noto en sus miradas que lo agradecen, les gusta que les pongamos música a un trocito de sus vidas; no es que me lo hayan dicho ellos, pero yo sé que debe ser algo así.

A media mañana ha aflojado el ritmo de la gente, entonces, meto a Percival en su funda —se la compré cuando las primeras lluvias— y aprovechamos para subir a desayunar. Siempre vamos al mismo sitio. Es una taberna vieja, pero nos conocemos todos y podemos hablar de nuestras cosas. Se está bien.

Luego volvemos a bajar por la misma boca de metro. Todos saben dónde encontrarnos. Si estuviéramos cambiando de lugar sería distinto, no podría reconocer ninguna cara y a nosotros tampoco nos conocerían.

Un día entramos en una cafetería. Era de esas que son enteras de madera, muy acogedora. Los parroquianos eran casi todos jóvenes, con aspecto desenfadado. Alguien estaba tocando el piano una conocida melodía, no sé cuál porque nunca recuerdo los nombres de las piezas, pero por supuesto clásica. Yo no pude resistir. Me puse al lado del músico y comencé a tocar con él. El resultado fue sorprendente. Todos se callaron y aquello se convirtió en un verdadero concierto. Después de cada interpretación, el público aplaudía y gritaba para que siguiéramos tocando. El pianista y yo mirábamos con satisfacción, estoy seguro de que también fue su mejor actuación. Cuando acabamos, el dueño nos invitó a comer, estábamos entusiasmados. Fue una lástima que cerraran el local, aunque quizás gracias a eso, muchos de los que nos escucharon tendrán el recuerdo de aquel gran violinista que tocó una tarde en la cafetería, y eso siempre hace ilusión.

Y así vamos, hemos pasado ya muchos años juntos y no me quejó, estoy satisfecho. Si volviera a nacer, me gustaría que Percival se cruzara otra vez en mi vida. Ha sido todo para mí. Por eso esta mañana, cuando el sonido de sus cuerdas se me ha metido tan adentro, he sabido que para mí, el momento final estaba cerca. No he sentido miedo, yo ya había comprendido mi papel en la historia, lo importante es que Percival no acabe en la vitrina de algún anticuario. Así que tengo que darme prisa en encontrar a alguien. No es tan fácil, no sé cómo hacerlo. Tendré que olvidar el metro e ir más a menudo por las cafeterías.

Aunque…, no sé por qué me preocupo tanto. Estoy menospreciando a Percival, él no es ningún aficionado y sabrá cómo sonar en el momento adecuado y ante la persona elegida. Entonces, yo lo dejaré sobre la mesa y me marcharé un poco triste por la separación, pero contento y en paz por haber tenido una vida tan entrañable y tan feliz.


Luis Muriel Burgos y Torcuato Romero López


Publicado en la revista Campus de la Universidad de Granada en septiembre de 1988


https://laorugazl.blogspot.com/2022/02/al-amparo-de-percival-por-luis-muriel.html?fbclid=IwAR28RwBluakRtjzmJanmezy-BHyE0dB6dfVwhQqsCyaU8Pmj-o5HV5vpH2g

El campo de alfalfa

                                                                        

Marta pensó que no era la misma, que aquel incidente la había transformado en una persona distinta. Y más que pensarlo, lo sintió en la boca del estómago, era como un arañazo que no terminaba de desaparecer y que la llevaba a reflexionar sobre sí misma y sobre el sentido de sus actos. Pero estaba bastante mejor, las ganas de vomitar y el miedo a marearse casi habían desaparecido y por las noches ya no se despertaba tantas veces. Estaba en una sala de espera del centro de salud esperando su turno para recoger el alta médica. Necesitaba volver a trabajar, reincorporarse a su rutina, aprender a vivir con el miedo a que le pasara algo y con esa sensación anticipada de fragilidad que hacía que a veces su propio cuerpo se comportara como un enemigo. Tenía que asumir, sin darle más vueltas, que aquel mareo sin diagnóstico claro le había dado de lleno y había dividido su percepción de la vida en un antes y un después. 




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El dinosaurio de Monterroso


https://www.redaccionmedica.com/opinion/el-dinosaurio-de-monterroso-3600


Un fantasma recorre el mundo de los médicos de atención primaria: el fantasma del malestar.  Es una sensación que  se extiende por todo el país y que no ha surgido de repente, sino que ha ido creciendo como la herrumbre hasta convertirse en un estado de ánimo que impregna cualquier razonamiento.

La especialidad de Medicina de Familia se creó en 1978. La razón de ser de este nuevo médico de cabecera era incorporar al sistema MIR a un especialista responsable de un cupo, es decir, de un número de personas a las que les daría una asistencia sanitaria de calidad de forma continuada, en la consulta y en el domicilio, para problemas agudos y crónicos, tanto al individuo como a su familia y a la comunidad, desde una perspectiva que integrara los aspectos biológicos, psicológicos y sociales.  Se consideraba que era el elemento crucial para la salud de un país. Y algo habrá contribuido a los 10 años de aumento de la esperanza de vida de los últimos cuarenta.

La nueva especialidad mejoró las condiciones de los antiguos médicos de cabecera que vivían esclavos en sus puestos de trabajo y también ha mejorado su propia situación cuantitativa a lo largo de los años. Hay más médicos, menos población asignada, otras categorías profesionales, equipos para las urgencias... Desde el ordenador de la consulta se puede acceder a la historia clínica del paciente. La prescripción electrónica ha disminuido la tarea burocrática de hacer recetas. Según el Boletín Estadístico de Personal de las Administraciones Públicas, en julio de 2018 se alcanzó el máximo histórico de trabajadores de la sanidad pública.

¿Entonces qué ocurre? ¿Por qué las quejas continuas? ¿Por qué esa sensación de haber perdido algo importante? 

No está nada claro que haya existido una época dorada a la que añorar, aunque obviamente la restricción presupuestaria de los años de crisis empeoró la situación. Además, ha desaparecido el escenario en el que había médicos para sustituciones, después de un  periplo brillante por bachillerato, selectividad y MIR, nadie va a  estar dispuesto a dedicarse mucho tiempo solo a las suplencias de los demás. Así que los derechos laborales de los médicos que se van de vacaciones, que enferman o que son padres y madres, terminan siendo trabajo extra para  los compañeros. 

Los aumentos de plantilla que han disminuido la cantidad de pacientes por cupo no han conseguido mejorar de forma clara el número de citas por día, ni el tiempo real para cada paciente, sino que se han difuminado como lágrimas en la lluvia porque la demanda de asistencia sanitaria se ha comportado como los gases nobles y ha ocupado todos los huecos libres. 

Ya en el siglo XIX, el economista alemán Ernst Engel formuló las leyes de la evolución de los bienes de consumo al observar que la parte del presupuesto destinada a pagar los alimentos disminuía conforme aumentaba la riqueza, la destinada a la adquisición de bienes de confort como ropa permanecía estable, mientras que el porcentaje para servicios como la salud aumentaba. (1)

El hecho de que la asistencia sanitaria se comporte como un bien de consumo que cumple la tercera ley de Engel explica, ya desde el siglo XIX, por qué la demanda de servicios sanitarios crece más deprisa que la riqueza de un país. Es decir, las necesidades crecen más que los recursos.

Y esto antes de la proliferación de enfermedades crónicas, del triunfo de la cultura de la inmediatez   y del acceso generalizado a la información. Así que el límite entre la salud y la enfermedad no es una cuestión objetiva, sino que ha pasado a formar parte del planteamiento vital de cada persona. Las salas de espera están repletas, más que de enfermedades concretas, de pacientes que por múltiples razones se sienten mal y buscan  respuestas que a veces no existen o no son las esperadas.

Y es que en un entorno social inestable y complejo, las consultas de atención primaria y quizás también las urgencias del hospital se han convertido en un espacio en el que se agolpan tensiones que son difíciles de resolver. El deseo de salud y bienestar de la población, las expectativas de desarrollo profesional de los médicos, la necesidad de cuadrar los presupuestos de la administración o los intereses de la industria farmacéutica  son como piezas de un rompecabezas que no terminan de encajar. (2)
  
En cuanto al desarrollo profesional, como norma general, la medicina es una profesión de vocación liberal que históricamente ha gozado de gran autonomía y no termina de sentirse cómoda en un sistema sanitario de profesionales asalariados. Pero lo que ha ocurrido de manera específica en la Medicina de Familia es que el concepto de población asignada se ha sustituido por el de tarea. La jornada laboral consiste en una tarea: pasar consulta para los pacientes que piden cita, pero salvo en el mundo rural, no se ha consolidado la idea de la visión global de la población de cada cupo. Los domicilios, las urgencias, el hospital…, son territorios que quedan en la periferia, con lo que hay un gran desfase entre el diseño de la especialidad y la realidad.

¿Y qué podemos hacer?  De entrada, tres pinceladas sobre las que profundizar.

 La primera es que hay cuestiones laborales muy sensibles que habría que repensar. Las guardias médicas y su remuneración no nacieron como trabajo efectivo, sino que se trataba de estar en expectativa, por si hacía falta; pero hoy las guardias son trabajo sin más, horas extraordinarias de especial penosidad. Más compleja es la solución para las tareas añadidas de los compañeros ausentes, quizás ayudaría un consenso social sobre el escaso impacto sanitario que tiene mantener las agendas abiertas a toda costa durante las vacaciones de los médicos. 

La segunda es que, si se acepta que el conocimiento del cupo es el fundamento de la ventaja competitiva de la especialidad, el diseño de los flujos de trabajo quizás tendría que reconsiderar la figura del auxiliar de consulta que ya tenían los antiguos médicos de cabecera para resolver las múltiples tareas administrativas que entorpecen el tiempo clínico. 

Y como tercera pincelada una obviedad: el hospital no es el enemigo ni el responsable de la situación de atención primaria. Que los hospitales sean las nuevas catedrales es un fenómeno sociológico que sobrepasa el diseño de los servicios sanitarios. Lo que les ocurre a las personas en los hospitales como el nacimiento de los hijos, los diagnósticos que cambian la vida, el paso por el quirófano o los momentos de especial fragilidad también  forma parte de esa globalidad biológica, psicológica y social que es la razón de ser de nuestra especialidad. Así que, ¿y si pasamos a formar parte del hospital? ¿Y si aportamos nuestros conocimientos y nos beneficiamos de sus posibilidades?  

El mundo está cambiando a una velocidad vertiginosa y aunque, cada día al levantarnos seguimos aquí como el dinosaurio de Monterroso, no hay garantía de permanencia. 

Bibliografía:

  1. Gracia  D. ¿Qué es un sistema justo de servicios de salud? Principios para la asignación de recursos escasos. En: Bioética: Temas y perspectivas. Organización Panamericana de la Salud ed.  pg 187-201. Washington 1990.
  2. Irigoyen J. La reestructuración de la profesión médica. Política y Sociedad, 2011, Vol 48 Núm 2: 277-293.

Los veinticinco años del Hospital Costa del Sol



El miércoles 29 de diciembre de 1993, el Hospital Costa del Sol abrió sus puertas por primera vez. La verdad es que la fecha prevista era el día siguiente, pero ocurrió que, mientras se ultimaban los preparativos, una mujer embarazada y un hombre entraron al hospital en busca de ayuda.
El hospital se puso en funcionamiento de forma inmediata, por lo que la asistencia a ese parto fue realmente la inauguración. Nació una niña a la que  le pusieron de nombre Nuria.
Traer al mundo una nueva vida fue un comienzo especial y, de alguna forma, ha terminado siendo un símbolo  en  la historia del hospital.
La construcción de un hospital público en la Costa del Sol no fue un hecho aislado, sino que fue uno de los dieciocho nuevos hospitales que se fueron abriendo en Andalucía desde 1990 para sumarse a los veintiocho  transferidos por el gobierno central. Se trataba de una apuesta institucional para extender por todo el territorio una red, tanto de atención primaria como hospitalaria, que pudiera mejorar la asistencia sanitaria de toda la sociedad. En 1986 se había aprobado la Ley General de Sanidad del ministro Ernest Lluch, que daba acceso universal a unos servicios sanitarios financiados con los impuestos.
En este contexto, el Hospital Costa del Sol surgió como un proyecto que buscaba nuevas formas de gestión más flexibles, más autónomas y más eficientes, es decir, que consiguieran los mejores resultados clínicos posibles con los recursos públicos disponibles.  Se configuró, pues,  bajo la forma de empresa pública, una importante novedad en el mundo hospitalario tanto en nuestra comunidad como en el resto del país.
La forma de empresa pública le ha dado al hospital ciertas peculiaridades. Las relaciones laborales se rigen por el Estatuto de los Trabajadores en lugar de por el Estatuto Marco como en los centros sanitarios tradicionales, con lo que las condiciones laborales son fruto del convenio colectivo pactado entre las organizaciones sindicales y la dirección, aunque también le es de aplicación la normativa para empleados públicos que se va generando. 
El sistema de selección es propio y, como cualquier organismo público, tiene la obligación legal de salvaguardar los principios de igualdad, mérito y capacidad.
Su gestión se rige por el derecho administrativo, aunque la forma de contabilizar las distintas operaciones económicas es de tipo empresarial, es decir, un balance y cuentas de  ingresos y gastos.
Esto a menudo ha dado lugar a  equívocos y muchas veces se ha dicho que  el hospital es privado o es de gestión privada. Pero cada año, la Ley de Presupuestos de la Junta de Andalucía recoge y publica la cuantía económica destinada a sufragar los gastos de los pacientes atendidos en el hospital, por lo que su financiación es totalmente pública, igual que lo son sus trabajadores.
De cualquier forma, su singularidad quizás haya contribuido a que desde el primer día el hospital se impregnara de unas señas de identidad  que, a lo largo de los años,  se han ido enraizando en la cultura de los profesionales y que incluyen la vocación clara de querer ser un hospital excelente y el sentimiento de pertenencia.
Fue el primer hospital europeo en conseguir la acreditación por el sistema americano de calidad de la Joing Commision en el año 1999 y en el último año ha recibido numerosas distinciones, incluido el premio de Best in Class al mejor hospital a nivel nacional. Se podrían relatar muchas vicisitudes ocurridas a lo largo de este periodo. Logros y dificultades, alegrías y tristezas. Gente que se ha incorporado o se ha marchado. Miles de pacientes. Pero a pesar del paso del tiempo, el hospital  ha mantenido intacta la voluntad de querer ser una institución de referencia. 
En cuanto al sentimiento de pertenencia, que los trabajadores se sientan orgullosos de formar parte del Hospital Costa del Sol es un tesoro que hay que cuidar, porque un hospital es como un ser vivo,  complejo,  que late por el impulso que le dan el conjunto de sus profesionales, hombres y mujeres que cada día consiguen que el latido sea fuerte y vigoroso. 
En diciembre, Nuria también cumplirá veinticinco años y sin duda vive en una sociedad distinta de la que le vio nacer. Con nuevos retos, nuevas realidades. 
El hospital también vive en una sociedad distinta a la que había cuando atendió el primer parto. Y es que los hospitales han pasado a tener una importancia trascendental en la vida de las personas. Son las nuevas catedrales. Es algo que sobrepasa el diseño de los servicios sanitarios, es un fenómeno sociológico. El nacimiento de los hijos, el diagnóstico de enfermedades  que cambian de golpe las prioridades, el paso de la línea que separa la salud de la enfermedad, la incertidumbre previa a una intervención quirúrgica, los cuidados que se prestan en casos de fragilidad…, suponen momentos únicos, cruciales, que suceden cotidianamente en las plantas de hospitalización, en los quirófanos, en las urgencias, en las consultas.
Así que el plan para los próximos años es seguir trabajando para poder dar respuesta a los retos que nos plantea una sociedad cambiante. Y dar respuesta con los valores de un sistema sanitario público que permita destinar nuestros impuestos a  garantizar la  igualdad de acceso de todas las personas a una asistencia sanitaria de calidad. Nuestra razón de ser no es otra que  la salud de los pacientes. Y la salud es lo más preciado de cada uno de nosotros.

https://www.diariosur.es/opinion/veinticinco-anos-hospital-20181110211220-nt.html



Pregón Feria Guadix 2017

Señor alcalde en funciones, miembros de la corporación municipal, señoras y señores, amigos y amigas, buenas noches.
Cuando recibí la llamada de nuestra alcaldesa, no pude evitar sentir un nudo en la garganta. Porque, como para cualquier accitano, es para mí un tremendo orgullo y un privilegio poder estar hoy aquí en este escenario, y dirigirme a mis  conciudadanos para dar el pregón de la feria de la muy noble y leal ciudad de Guadix.
Y siento la misma emoción y el mismo vértigo que todas las personas que me han antecedido en esta responsabilidad y con las que a partir de ahora me siento hermanado y unido por esta experiencia que seguro que ninguno podremos olvidar. 
Un pregón, según el diccionario, es un discurso elogioso, más o menos literario, en el que se anuncia al público la celebración de una festividad y se le incita a participar en ella.
Así que vaya por delante mi invitación: ¡Qué todo el mundo disfrute de esta feria!
¡Qué todo el mundo disfrute de unos días de diversión y de esparcimiento con la familia y con los amigos! 
No en vano, las relaciones humanas, la ilusión y la alegría de compartir son la base de la vida. 
En cuanto a lo de hacer un discurso más o menos literario, en Guadix todos sabemos, porque desde Pedro Antonio todos tenemos vocación de escritores, que la literatura necesita un poco de introspección, es decir, necesita mirar hacia adentro para ver si hay en nuestro interior alguna cosa digna que contar a los demás, cualquier vivencia o pensamiento que diga algo de nosotros, pero sobre todo que diga algo que los demás también sientan como propio.
Y mientras hacía este ejercicio de introspección, me he dado cuenta de que muchas de las cosas que forman parte de Guadix, forman también parte de mí y me han acompañado donde quiera que haya ido.
En primer lugar, y lo más obvio, porque me llamo Torcuato. Cuestión que no es tan fácil de sobrellevar fuera de aquí, pero de lo que yo siempre he estado muy orgulloso. Me identifica a mí y a mi ciudad.
La verdad es que es un nombre que causa extrañeza en otras latitudes y es difícil de pronunciar: Don Cuatro, Don Tres por cuatro, Don Héctor Cuatro, me han llegado a decir, con Héctor como nombre y Cuatro de apellido. En fin.
Llamarse Torcuato y vivir fuera es como llevar escrito en la frente el nombre de Guadix. Y muchas veces, entre los que conocen esta tierra, también causa un nexo inmediato de afecto y complicidad. 
Nací en la calle de la Concepción, desde mi terraza casi se tocaba la catedral y el sonido de las campanas era cotidiano en nuestra casa. Nos mudamos a la calle Santa María años más tarde, enfrente del Palacio Episcopal, a la calle más bonita del mundo como la ha bautizado recientemente una acuarela de Amezcua. 
Mi colegio fue la Escolanía. Hice la EGB y formé parte de los Niños Cantores de la Catedral de Guadix donde aprendí a amar la música. El Ave María de Tomas Luis de Vitoria en Semana Santa, el Aleluya de Handel en el Corpus y en otras fiestas señaladas, Villancicos por las calles en Navidad y un extenso repertorio para misas solemnes, bodas y funerales. 
Los ensayos eran diarios por las mañanas y por las tardes después de las clases.  También fui seise, que era ya como el Cum laudem, lo máximo. 
Recibí algún que otro toque de atención, eso sí, de nuestro querido D. Carlos. Y conocí desde niño lo grande que es el mundo gracias a los múltiples viajes y a los congresos de Pueri Cantores, que eran lo más parecido al Erasmus que había en esa época: Holanda, Inglaterra, Francia, Santiago de Compostela, toda España. Destinos impensables entonces para alguien como yo, para alguien como nosotros.
Pasé la infancia en la calle como toda mi generación. En una calle sin apenas coches, oyendo la voz de mi madre que me llamaba asomada a la ventana. Jugando al futbol, explorando otros territorios.
La placeta del Conde Luque, San Miguel, el Almorejo, la Alcazaba, el paseo, el miniparque,.. : ¡Qué recorrido más entrañable!
Y la adolescencia la pasé jugando al ajedrez en la biblioteca, dando interminables vueltas, arriba y abajo, en el parque con los amigos, haciendo planes, soñando con ser futbolistas profesionales, enamorándonos.
Tejiendo lazos sin darnos cuenta en ese momento, lazos invisibles que me han acompañado durante toda la vida y que, paradójicamente, conforme pasan los años, más fuertes los siento. Y es que el cerebro se impregna con fuerza cuando eres joven y hace que miremos hacia atrás con añoranza, buscando olores, colores o cualquier otra cosa que nos devuelva al pasado.
Estudié Bachillerato en el Instituto Pedro Antonio de Alarcón, donde iban los alumnos de todos los pueblos de la comarca: Cogollos, Aldeire, Bejarín, Benalua, el Marchal. Algunos tenían que andar cada mañana un buen trecho para coger el autobús.  
Le decían instituto mixto, porque fue el primero en el que los niños y las niñas estábamos juntos en la misma clase.
Cuando murió Franco yo estaba en primero de BUPrecuerdo que tenía un examen de Lengua que se suspendió. Se suspendieron las clases durante una semana. 
¡Que caprichosa es la memoria! Los acontecimientos históricos siempre los recordamos por cosas cotidianas.
Fue una época de cambios y descubrimientos, un viejo modelo daba paso a la esperanza de algo nuevo y los profesores también estaban rompiendo moldes y nos hablaban de sus materias, pero también de música, de cine, de libertad. Fue una verdadera liberación. 
Éramos los dueños de nuestro destino y con esfuerzo podríamos llegar a donde quisiéramos, nos decían. Y así ha sido. Miro a mis amigos y veo que así ha sido.
Y me fui a Granada a estudiar Medicina. Irse a Granada era… como irse a Nueva York.  Para nosotros Granada era entonces…… la capital del mundo. La universidad y la juventud nos ofrecían posibilidades infinitas: conocimiento, cultura, política, diversión, amistad, amor. Todo un universo.
La inmensa mayoría de las personas de mi generación que estudiamos fuimos la primera promoción de universitarios de nuestras familias. 
Mis compañeros de piso y yo tuvimos que trabajar durante los veranos para poder pagarnos los estudios. Fuimos camareros en Cataluña, entre otras cosas y llevábamos una economía de supervivencia.
En muy poco tiempo hemos vivido un tremendo cambio generacional. De nuestros padres a nuestros hijos hay un abismo.  Yo recuerdo cuando levantaron las calles para poner las tuberías del agua potable en Guadix, mis abuelos eran agricultores con una economía casi de autoconsumo.  He vivido la dictadura, la transición, la llegada de la democracia, la época actual de rumbo incierto y de posverdad, pero con un avance tecnológico inimaginable. 
Mi hija se fue un año a estudiar a Kaunas, a 3 mil km, y hablábamos casi todos los días por Skype. Mi hijo está terminando un master en traducción y desde su cuarto tiene acceso a todo el mundo. Eso es hoy lo normal, nada especial, pero no está de márecordar de dónde venimos, la tecnología cambia muy deprisa, pero las personas, la naturaleza humana no ha cambiado tanto.
El caso es que me hice médico y ya no volví. No es que no volviera a Guadix en sentido literal, por supuesto volvía de visita, sino que mi desarrollo personal y profesional ya estaba fuera. Mi vida ya estaba fuera.Me fui también de Granada para hacer el Mir y ya tampoco volví a Granada. Solo de visita. Era como si una fuerza centrífuga me estuviera empujando.
Luego, la profesión de una persona marca su destino. Y trabajar como médico es ser médico. La responsabilidad que supone dar una respuesta adecuada a los pacientes que confían en ti, a todas las personas que cada día vienen a las consultas, con miedo, pero también con esperanza, hace que para nosotros la necesidad de seguir estudiando no termine nunca. 
Como tampoco deben desaparecen nunca los valores consustanciales con el ejercicio de la medicina, como son procurar el bien, evitar hacer el mal, respetar la autonomía de los pacientes y ser justo y ecuánime con el uso de los recursos. 
Es curioso observar que, en los orígenes de cualquier tipo de sociedad con una mínima organización social, por muy primitiva que fuera, siempre existía la figura de un médico a la que le confiaban la responsabilidad de dedicarse a la salud de los demás,  al bien común. 
Las sociedades obviamente han cambiado y nuestro papel también ha ido cambiando con ellas. Hemos pasado de ejercer una profesión liberal, con autonomía total para organizar nuestro propio trabajo, a formar parte de los sistemas sanitarios públicos que son responsables de la salud de toda la población.
Hemos pasado, de una práctica profesional basada en el arte y en la experiencia individual de cada médico, a un nuevo paradigma en el que las decisiones deben estar sustentadas por una evidencia científica que pueda ser contrastada.
Pero la base de la relación del médico con el paciente sigue siendo la confianza, sigue siendo el intercambio entre la voluntad de curar la enfermedad y aliviar el dolor por una parte , y  el respeto y la gratitud por la otra.
Y mi profesión también me ha llevado, sin que formara parte realmente de mis planes ni de mis expectativas, a estar durante los últimos 15 años al frente de distintos centros sanitarios.
Este recorrido me ha permitido tener una visión global y una amplia perspectiva de cómo ha evolucionado la organización de la asistencia sanitaria como servicio público.
Actualmente soy el director gerente de las Agencias sanitarias Costa del Sol y Alto Guadalquivir de la Junta de Andalucía. Atendemos a una población de 750 mil personas, gestionamos 9 hospitales y somos 4 mil trabajadores.
Quien ha tenido un puesto de responsabilidad en alguna administración sabe lo que esto significa: entrega, sacrificio. Pero también la satisfacción de haber podido contribuir de alguna forma a mejorar las cosas.
Cuando trabajas en un hospital te das cuenta de que funciona como un organismo vivo que late con fuerza por el impulso que cada día le dan todas las personas que forman parte de él.
Y también te das cuenta de que los sistemas públicos han tejido una red protectora que va desde la infancia a la vejez, y que han generado un conocimiento que ha sido para toda la sociedad. 
Los trasplantes o las últimas novedades terapéuticas de coste desorbitado han estado disponibles para las personas que los han necesitado.  Podría haber sido de otra manera. De hecho, en otras partes de mundo es de otra manera. 
Pero nuestra forma de organizarnos nos ha convertido en uno de los países más longevos del mundo. El segundo después de Japón. La esperanza de vida ha subido cinco años en las dos últimas décadas y diez años en las cuatro últimas décadas.
¡Diez años más de vida! Y ha ocurrido igual con todos los indicadores sanitarios. Es algo que si te paras a pensar es increíble aunque no seamos realmente conscientes de este progreso. Incluso a veces parece que, como sociedad, no estamos especialmente orgullosos. Creo que es necesario tener perspectiva de nuestros logros para seguir hacia delante sabiendo que nada es gratis.
Los principios éticos que aceptemos como sociedad deben guiar el reparto de los recursos públicos, la vez, ser conscientes de las consecuencias económicas, ya que el coste de las prestaciones debe ser asumible para la sociedad.
Un difícil equilibro entre los principios éticos y los recursos. Difícil porque los principios nos llevan a plantear necesidades infinitas, mientras que los recursos siempre son finitos.
Pido excusas si me he dejado llevar por mi trabajo, que vivo con rigor y con pasión. Pero vuelvo ya a Guadix. Aunque a veces una reflexión, incluso del ámbito sanitario, puede servir para que seamos más conscientes de lo que somos, de lo que tenemos y hacia nde queremos ir. 
Así que vuelvo ya a Guadix, ahora sin añoranza por el pasado sino agarrado al presente y con el deseo de que podamos dejar a nuestros hijos un mundo mejor. 
Como accitano, estoy convencido de que podremos llegar hasta donde nos propongamos como ciudad. Igual que las personas. Tenemos historia, tenemos patrimonio, recursos naturales, personas capaces y un futuro sin decidir. Todo está en nuestras manos¡Todo depende de nuestro trabajo!
Hay ejemplos que así lo han demostrado. El Hospital de Alta resolución es una realidad, el teatro, las distintas infraestructuras deportivas, los fuegos artificiales de hace unos días en la playa de la Concha de San Sebastián, hechos en Guadix. Fruto todo de personas con tesón que han dedicado esfuerzo e imaginación para conseguir sus proyectos.
Ahora tenemos una magnífica oportunidad con el teatro romano que nos han regalado nuestros antepasados, una oportunidad para posicionarnos como ciudad cultural. 
Además, ¡esta es una tierra de artistasCuando leo en la prensa o en las redes sociales que hay actos de presentación de libros de autores accitanos, que una exposición de pintura ha tenido gran éxito, o que se representa una obra de teatro, siento gran alegría.
¿Y qué decir de la música? Las profundas raíces que crecieron con la Escolanía producen brotes sorprendentes y puedes encontrar a músicos accitanos dando conciertos por los escenarios más insospechados. 
Cultura y prosperidad, cantó Carlos Cano en la plaza de las Palomas en una feria de hace ya muchos años. Nosotros tenemos materia prima y un camino que va avanzando firme con un entramado de actividades que nos están convirtiendo en una ciudad que merece ser visitada por otras personas. El ejemplo de Guadix Clásica, una verdadera joya.
La idea de darle valor a la Alcazaba, las iniciativas empresariales tan necesarias para generar trabajo y riqueza, o el liderazgo decidido de los proyectos que surgen en toda la comarca, también son cuestiones que van a ayudar a dibujar un horizonte de esperanza, para que las nuevas generaciones puedan vivir en una ciudad mucho mejor que la que nosotros ni siquiera pudimos soñar.
Cuando a mediados del siglo pasado, el hispanista Gerald Brenan pasó por Guadix camino de las Alpujarras dejó sus impresiones en el libro Al sur de Granada. “Guadix no es una ciudad feliz”, escribió. No sé que escribiría ahora, pero desde luego lo que si encontraría es una ciudad hermosa y cuidada, con gentes que luchan por mejorar su destino. 
Y si nos hubiera visitado un día de feria como hoy, habría encontrado además un pueblo dispuesto a relacionarse, a compartir la alegría con los demás. 
La alegría es uno de los ingredientes más importantes de la salud. De hecho, la Organización Mundial de la Salud deja claro que no debemos hablar únicamente de la ausencia de enfermedad, sino que la salud es la mezcla del bienestar físico, psíquico y social.
Y es que la feria no es solo una fiesta, sino algo mucho más profundo. Es un concepto arraigado a la ciudad que forma parte de nuestro imaginario personal y colectivo. Detrás de las luces colgadas en las calles, de los viajes en los coches de choque o en el tren de la bruja, detrás de los gigantes y cabezudos, de los pinchitos morunos, del castillo de fuegos artificiales, del teatro, de los conciertos…, detrás de todo esto está nuestra infancia, está nuestra juventud, nuestros amigos, nuestra familia, las personas a las que queremos. 
¡Así que todos a la feria! ¡Porque la feria es la vida!
Y llego ya al final de mi cometido. Al final de este pregón que me ha permitido volver a casa, respirar el aroma de una noche de feria, sentir los lazos de mis raíces, sentir mi pueblo. 
¡Qué más puedo pedir! ¡Nada! ¡Solo dar las gracias! 
A las personas que han pensado en mi para el pregón, a nuestro ayuntamiento como institución. 
A todos ustedes que me han escuchado: mis paisanos y también los que nos visitan. 
Y a todos los que me acompañan en el camino: mi mujer, mis hijos, mis allegados…
¡Muchas gracias!
Y griten conmigo: ¡Viva la Feria! ¡Viva Guadix!