"Muerte morirás"


     Hace más de 100.000 años que el hombre de Neandertal enterraba en tumbas a sus muertos. Parece que la consciencia de la propia muerte y la de los seres queridos fue una de las primeras funciones asombrosas que la evolución dio a la corteza cerebral de algunos primates.

     Durante la mayor parte de la historia y por supuesto en la prehistoria, las malas condiciones de vida, la ignorancia, las epidemias o las guerras, hacían que las posibilidades de morir, a cualquier edad, fueran mayores que las de vivir. La lucha contra la muerte ha sido pues una constante de la humanidad y la búsqueda de al menos un consuelo ha poblado todas las culturas de creencias sobre la eternidad. “Muerte no te enorgullezcas, aunque algunos te llamen poderosa y terrible” escribió John Donne, el poeta inglés que vivió en los siglos XVI y XVII.

     Desde la antigüedad, también el fin de la medicina ha sido prolongar la vida, luchar contra la enfermedad. La desinfección de las heridas, el cloro en el agua, las vacunas, los antibióticos o los trasplantes, han hecho retroceder a la muerte hasta tal punto de crear la ilusión de la inmortalidad. Cotidianamente, innumerables actividades de promoción de la salud, consultas de diversos tipos, pruebas complementarias, medicamentos, intervenciones quirúrgicas o cuidados intensivos, intentan que la vida triunfe, que siga arañando tiempo. En cien años, la esperanza de vida al nacer ha pasado de cuarenta a ochenta años.

     Pero la muerte sigue existiendo y no hay ingeniería genética ni sistema sanitario que la pueda eliminar. Así que hoy la medicina, además de conservar la salud, curar y cuidar a los enfermos, debe aliviar el dolor y ayudar a los pacientes a buscar una muerte tranquila que sea respetuosa con lo que han sido, con sus valores.

    Reflexionar sobre los problemas que pueden aparecer al final de la vida y plantear escenarios con soluciones aceptables, han sido algunas de las tareas que han ocupado a la Bioéticadesde su aparición como una disciplina necesaria en un mundo tecnológico lleno de complejidad.

     La inclusión de los postulados de la Bioética y de sus herramientas de deliberación en los planes de estudios de las facultades y en la formación de los profesionales sanitarios es una realidad que va calando poco a poco como una mancha de aceite. La práctica asistencial tiene que seguir incorporando, como un conocimiento más, los cuatro principios fundamentales: la autonomía de los pacientes para aceptar o no un tratamiento, la beneficencia mediante la que los profesionales deben indicar sólo aquellas actuaciones que realmente hayan evidenciado que hacen el bien, la no maleficencia o primun non nocere y la justicia para disminuir las situaciones de desigualdad.

     Desde luego, ya ha conseguido que principios éticos se conviertan en leyes como ha ocurrido con la ley estatal que regula la autonomía del paciente o la ley autonómica de declaración de la voluntad vital anticipada. Una mención especial merece la Ley2/2010, de 8 de abril, de Derechos y Garantías de la Dignidad de la Persona en el Proceso de la Muerte, aprobada por unanimidad, por todos los diputados del Parlamento Andaluz en un ejercicio general de responsabilidad, que por una vez, vislumbró un camino que podría llevarnos a sentir optimismo y orgullo de nuestro desarrollo como sociedad.

     Las legislaciones de países como Holanda o Bélgica que han incluido entre las prestaciones de la sanidad pública distintas modalidades de muerte asistida, nos muestran como distintas sociedades pueden reflexionar y tomar decisiones sobre aspectos cruciales que respetan la autonomía y los valores más personales de sus propios ciudadanos.

    “Si con… amapola o encantamiento se nos hace dormir tan bien y mejor que con tu golpe”, continúa el poema de Donne, magistralmente recreado en la película Witde Mike Nichols, ya clásica en los cursos de bioética, que cuenta como una profesora de literatura se somete a un doloroso tratamiento experimental que no va a mejorar sus posibilidades de curación.

     La protagonista está en el hospital para recibir quimioterapia y en una escena recuerda cuando era estudiante y suspendió un trabajo sobre el famoso soneto del escritor inglés. Su profesora, crucial en la decisión de dedicarse a la literatura, le hizo especial énfasis en el error de haber recurrido a una versión que utilizaba demasiados signos de exclamación, ya que en la versión original el único signo de puntuación que aparece es la coma, apenas una breve pausa mucho más acorde con lo que sucede en la vida de verdad.

     Por eso, las últimas palabras del poema son simples, sólo separadas por una coma, pero evocadoras de una realidad en la que el debate sobre final de la vida pudiera acometerse con cierta tranquilidad: “y la muerte dejará de existir, muerte morirás”.


(Publicado en Diario Sur el 10 marzo 2013)


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