Estaba dormido


Publiqué este artículo en Dimensión Humana hace años. Ahora la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria está reeditando en formato digital  esta revista que fue un foro de debate sobre aspectos humanísticos del ejercicio clínico y también, de aprendizaje personal.



Cuando sonó el teléfono, estaba dormido. Isabel estaba a punto de parir y nos quedábamos en la cama hasta muy tarde viendo la televisión. No pensé en nada, busqué unas zapatillas y fui al comedor. 
“Tu hermano ha tenido un accidente de tráfico y…, ha fallecido.” “Espera” le dije, mientras me daba referencias del lugar y de algún otro detalle. “Me estoy mareando.”
Me senté en el suelo por miedo a caerme todavía con el teléfono en la mano. Sentí un zumbido en los oídos, calor y ganas de vomitar.
Cuando me recuperé empezamos a organizar la tragedia. Avisarle a mi hermana, que no quiso que terminara de explicarle lo que había pasado. A mi madre: una hora en el coche para despertarla en plena noche, sin saber como hacerlo, dándole torpemente un ansiolítico antes de hablarle, de decirle…, que su hijo…, mi hermano, había muerto.
Repartimos la tarea y yo me encargue de ir al lugar donde lo habían llevado. No me atreví a conducir. Fuimos con la radio puesta. Durante el camino intentamos hablar del trabajo, dar opiniones simples sobre los temas que iban saliendo, y cosas así.
Cuando llegamos serían más de las cuatro de la madrugada. Era Noviembre y hacía un frío atroz. La policía nos acompañó hasta el depósito, y nos informó sobre los pasos a seguir: la espera, el juzgado, el forense. Antes del amanecer llegó mi padre, y algo más tarde, los amigos a los que llamé.
Salimos de vuelta casi a mediodía. Yo fui en el primer coche acompañando a mi hermano. En silencio. Sin querer llegar.
Luego los abrazos, la familia, los amigos, los conocidos…… Muchas horas. Llorando a veces, organizando multitud de detalles. Explicando que estuvimos a punto de ir con ellos, pero que al final no nos apeteció viajar; que su novia estaba fuera de peligro y que aún no sabía nada. En fin.
Cuando todos se fueron, no sabíamos que hacer. Yo no quería irme. Tuvimos muchas visitas. Mi madre no paraba de hablar de él, con reproches, cosas que podrían haber sido de otra manera, pero yo no podía. Sentía las palabras como golpes de hacha.
Elegí destino en otra ciudad para hacer los años de residencia. Durante las guardias, evitaba atender los accidentes de tráfico. Dejé de ir en mi pueblo al pub que tanto nos gustaba, y de ver a sus amigos. No pensaba en otra cosa.
Entonces nació mi hija. En el parto tuve miedo de que le pasara algo. Estuve horas pensando en lo peor, pero todo fue bien. Al verla por primera vez, entendí de golpe lo que es un hijo, y me sentí, por un instante, como un animal feliz.
Pensé en mi madre, en el dolor que tuvo que sentir, y seguiría sintiendo. Es curioso, dos cosas tan fuertes casi a la vez. La vida y la muerte. Cuando te tocan ya eres otra persona.
Poco a poco me fui metiendo en mi trabajo. Las rotaciones, las guardias, las comunicaciones a los congresos, la ilusión de creer saberlo todo, la necesidad de seguir estudiando.
Después la responsabilidad de trabajar ya en serio, la sorpresa cotidiana de ir profundizando en las vidas, secretos y enfermedades de otros que confían en mí, de ir descubriendo la tremenda complejidad de las cosas.
Y luego los compañeros, la aventura de sentirse parte de un proyecto, de inventarse soluciones continuamente. Incluso he tenido la suerte de acabar haciendo amigos, de los de verdad. 
Ya he atendido muchos accidentes de tráfico. Al principio me daba pavor, pero he aprendido a verlos con frialdad. Todos comienzan con una llamada repentina, de angustia si son testigos o más técnica cuando es el Servicio de Emergencias. Luego el compás de espera en la ambulancia sin saber bien lo que encontrarás. Si los heridos son leves hay una especie de relajamiento general. Si no es así, el ajetreo no te deja pensar en otra cosa. Sabes lo que tienes que hacer y punto.
También he atendido a los familiares de las víctimas. Y no puedo por menos que conmoverme con su dolor. Hablan o callan en un idioma que conozco bien. Cuando salen de la consulta paro un momento, entonces pienso en mi hermano y me viene a la cabeza algún recuerdo.
Era tres años menor que yo y fuimos creciendo juntos. Pasamos primero por la niñez, después por el vértigo de la adolescencia, donde recuerdo que al asomarnos al mundo sentí miedo por él, quería protegerlo.
Cuando me fui a estudiar fuera, él siguió su propio camino. Durante los últimos años volvimos a estar más juntos. Casi vivía con nosotros. Le gustaba hablar con Isabel y le hizo mucha ilusión que estuviera embarazada. Le habría encantado a mi hija. Y a mi hijo también.
Por eso, al oír las noticias de los muertos de la carretera, como partes de guerra, o al ir en el coche y ver los ramos de flores que ponen sobre las piedras o sobre alguna farola, como avisos de la epidemia, siempre me acuerdo del día aquel en que llamaron por teléfono y yo estaba dormido.



 Dimensión Humana vol 5 nº 1 febrero 2001