Una raya en el mar

El alumno que entró al instituto de enseñanza secundaria de Barcelona con una ballesta y mató al profesor sufrió un brote psicótico, al menos eso es lo que apareció en  la prensa esa misma mañana, aún antes de haber tenido tiempo de realizar una evaluación.


El joven piloto alemán que se encerró en la cabina y estrelló su propio avión contra los Alpes estaba de baja laboral por enfermedad, según informaciones contrastadas,  y al parecer, había sufrido varios episodios de depresión.


Parece que la tendencia a relacionar las conductas violentas y aparentemente incomprensibles con la enfermedad mental vuelve una y otra vez. Es como si de nada hubieran servido los esfuerzos de la ciencia, la filosofía y la historia por arrojar luz y conocimiento sobre el funcionamiento de la mente humana. Es como si después de tantos años, nos siguiera tranquilizando la hipótesis de que la enfermedad mental es más peligrosa que la propia naturaleza humana.

En una tremenda entrevista del periodista Jordi Évole, un terrorista arrepentido se sorprendía de no recordar el nombre de las personas que asesinó. Y no fue la esquizofrenia, ni tampoco la depresión, la que hizo que con 18 años decidiera dedicarse a ese tipo de vida, ni que apretara el detonador de un coche bomba sin importarle si alguien pasaba por allí.

Como tampoco fueron las alteraciones del sueño ni los trastornos de personalidad los que hicieron que un grupo de personas detuvieran, interrogaran, fusilaran y enterraran en el campo al poeta Federico García Lorca, como recoge el informe policial difundido recientemente.

Y si continuáramos con esta inacabable historia de la infamia de la humanidad, hasta llegar a un número casi infinito de casos, nunca encontraríamos la enfermedad mental como la variable explicativa, estadísticamente significativa, de la maldad. Sin embargo, una y otra vez, en cada noticia violenta, en cada teletipo se cuela la insinuación, la sospecha y la búsqueda de una explicación que tenga el nombre de una enfermedad, una explicación que tenga un nombre científico con el que combatir el miedo atávico ante lo incomprensible de ciertos comportamientos humanos.

Y es que es difícil aceptar que el funcionamiento normal de la corteza cerebral sea el responsable de causar un daño extremo a los demás,  es más fácil aceptar que sea  una alteración neuronal. Es más, si nos acercamos a la enfermedad mental con laxitud terminológica en lugar de con el rigor conceptual  de la medicina como disciplina, es posible que terminemos aceptando  como patológico cualquier estado mental que no sea la felicidad.

De hecho, en 1946 la Organización Mundial de la Salud definió la salud como el estado de bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades. Y claro,  por bienestar se entiende la situación de satisfacción o felicidad.

Esta definición de la salud tiene sentido para marcar una meta o un objetivo que guíe el rumbo de los gobiernos y las organizaciones. Ya la Constitución de Cádiz de 1812  recogía que el objeto de cualquier gobierno es la felicidad de la nación. Pero llevado al ámbito clínico, este concepto de salud tan ambicioso termina haciendo que se amplíen los límites de la enfermedad porque es imposible mantener de forma continuada el bienestar físico, mental y social. Y entonces todo es susceptible de ser considerado como patológico. Proliferan los síndromes, los avatares propios de la vida se convierten en enfermedades y cualquier comportamiento puede ser etiquetado si se eligen los criterios diagnósticos adecuados.

El problema de todo esto es que entonces cualquier comportamiento violento puede ser considerado como enfermedad y las personas con verdaderas enfermedades mentales cargan con una responsabilidad que no les corresponde. Al sufrimiento personal  y familiar que les causa la esquizofrenia o la depresión se le suma el sufrimiento añadido que supone sentir el rechazo de la sociedad. Pero es un estigma que no se merecen, no más que cualquier otra persona.

El poeta Leopoldo María Panero, que falleció en 2014 en un hospital psiquiátrico, pasó la mayor parte de su vida ingresado en distintas instituciones. “Tan sólo la ilusión del recuerdo/ te dirá que no estuviste, en aquel beso, solo”, escribió en uno de los poemas que constituyen una obra que es admirada por una multitud de seguidores que valoran sus palabras a pesar de su locura. Aunque es muy posible que este caso de reconocimiento, tan alejado del estigma,  sea algo excepcional,  una raya en el mar.