El corazón de una máquina tragaperras


Llovía demasiado. La tarde se presentaba gris y Bruno, que llevaba casi un semana sin salir, se sintió cansado. No estaba acostumbrado a luchar contra la nostalgia y aquella historia insistía en arañar por dentro.

Soñoliento, se asomó a la ventana y, tras recibir el impacto del aire fresco sobre la cara, decidió que ese era el día más adecuado para vengarse del artilugio que había hecho de su máquina tragaperras algo frío y cruel. No estaba dispuesto a consentir que después de tanto tiempo, el olvido se adueñara sin más de los circuitos de su querida Susi.

La noche que la vio por primera vez, era invierno. El frío y una precaria situación financiera hicieron que Bruno dirigiera sus pasos hacia una conocida taberna de bocadillos calientes y baratos. Durante los últimos meses, la economía sumergida no había salido a flote ni para dar una bocanada de aire y sus más de treinta años buceaban con dificultad entre cuantas pendientes y gestos de dudosa amabilidad.

Y en eso estaba cuando una melodía metálica y apagada sonó a sus espaldas. La notas destinadas a hacerse notar cumplieron su cometido y Bruno volvió la cabeza. Eran tiempos de soledad y no tenía ningún argumento para negarse a la llamada. Buscó una moneda y la echó con mimo por la ranura. Después apretó el botón verde de "Juego" y las tres figuras desaparecieron. Fue entonces, durante esos segundos de espera, cuando se le ocurrió decir "venga Susi".

Inesperadamente, tuvo dinero para la consumición de esa noche y de algunas otras que debía. No insistió en seguir probando fortuna, se marchó con la agradable sensación de sentirse tocado por algún pequeño soplo que habría escapado al control de la suerte.

Al día siguiente, volvió por curiosidad. No entendía casi nada del mecanismo de aquellos aparatos, pero sí lo suficiente como para saber que la probabilidad de conseguir otro premio era mínima. Sin embargo, una vaga ilusión hacía que se agarrara a la posibilidad de no estar dentro de lo que lógicamente cabría esperar. Cuando escuchó el sonido que hacían las monedas al salir a borbotones, pensó ya sin reparos que algo extraordinario le estaba ocurriendo.

A partir de entonces, su presencia en aquella taberna se convirtió en una de esas cosas de las que cualquiera podría estar seguro. Llegaba poco después de que la ciudad hubiera empezado a iluminarse por sí misma. Se apoyaba sobre la barra y pasaba las horas hablando con los conocidos que entraban y salían, esperando con tranquilidad el momento exacto en el que cada noche la corazonada se le metía como un pellizco en el estómago y entonces, cualquier conversación quedaba interrumpida y se acercaba a la máquina con la certeza de que Susi le devolvería su moneda mezclada con muchas más. Luego, entre palabras de asombro y miradas envidiosas, pedía con orgullo otra cerveza.

Algunas veces se quedaba absorto mirándola a través del aire espeso y viciado. Le gustaba contemplarla allí, en su sitio, negra y dorada, con apariencia dura, estática…, pero tan bella. Su aparente frivolidad era sólo una estampa tras la que se ocultaba un corazón programado. Incluso la vieja canción que de cuando en cuando salía como un lamento de sus entrañas, le parecía agradable. Sin lugar a dudas, era una gran máquina.

Lo que no soportaba era verla desenchufada, por eso siempre salía del local antes de que la apagaran, la sola idea de imaginarla inerte, sin luces, le producía tristeza.

Y así pasaron días y más días. Cada vez quedaban menos huellas de aquel código de consistencia férrea que la supervivencia imponía a cuantos merodean por los límites de su reino. Ahora todo era distinto, y no sólo por la desaparición de sus problemas pecuniarios, sino que estaba también la satisfacción de tener algo tangible a lo que agarrarse, y eso era Susi, el eje sobre el cual giraba su vida. La existencia se le tornó sosegada y apacible, y el ánimo parecía haberse instalado con una zona no tan alejada de la felicidad. Le gustaba salir a pasear, charlar con los amigos, sentarse en un banco y ver pasar a la gente. Y si en algún momento se diluía ante la sospecha de que aquello tendría un final, volvía a la taberna donde la sola presencia de Susi hacía que se sintiera reconfortado. Cuando se acostaba dormía en paz, con la mente inundada de alcohol, pero limpia y sin el acoso de la incertidumbre.

A veces, cuando la idea de un abandono se colaba como la niebla por todas partes, Bruno procuraba desecharla. No había motivo para enturbiar su pensamiento con cualquier insignificante presagio. Sin embargo, llegó una noche en la que Susi se olvidó de él.

Era miércoles. La taberna estaba casi vacía y el aire venía cargado de un aroma extraño. Se demoró en la barra más de lo acostumbrado. El cosquilleo en el estómago no acababa de aparecer y su querida Susi permanecía demasiado fría y distante, como ignorándolo. Algo iba mal.

A medida que transcurrían los minutos, la saliva se fue mezclando con una extraña sensación de sabor amargo que hizo que se acercara a la máquina. Cogió una moneda y la echó por la ranura. Un viento helado envolvió todo el local y Bruno apenas si se atrevió a respirar. Fue un segundo interminable y después..., no pasó nada. No hubo sonido de monedas agolpándose, ni melodía, sólo silencio.

Se quedó sin poder reaccionar. Los pulmones le pedían más aire y una gota de sudor resbaló desde la frente, bajó con lentitud por el rostro y fue a caer sobre la mano que aún estaba apoyada en uno de los botones de Susi.

No comprendía lo que estaba pasando, sin duda sería una broma o una confusión. Cogió otra moneda y volvió a intentarlo. Pero no había nada que hacer, la máquina se tragaba una y otra vez los círculos de metal sin dar ningún tipo de respuesta.

Cuando al final la evidencia se le agolpó en la garganta, se marchó con los bolsillos vacíos y con el cuerpo abandonado a la desolación. Fue una de esas noches que son demasiado largas. La calle casi desierta lo acogió como a uno de los suyos y entre el asfalto y las aceras deambuló sin rumbo. ¿Qué más daba el sitio? ¿Qué más daba todo? Su cabeza era un hormiguero de pensamientos sombríos, con intenso olor a derrota. Las caídas siempre eran igual.

Pero a medida que fueron pasando las horas, los músculos de la aflicción perdieron en tono y el repertorio de pesares se fue agotando. No había porqué dramatizar. Quizás se trataba de una mala noche, de un enfado fugaz o de cualquier otra nimiedad. Seguro que al día siguiente todo volvería a ser como antes. Y así, poco a poco, la esperanza se abrió paso y una leve sonrisa brotó al imaginar los detalles de la posible reconciliación. El llegaría haciéndose el desentendido, como si no le importara nada; o mejor, estaría varios días sin aparecer para que Susi tuviera tiempo de reconsiderar su actuación.

A la mañana siguiente estaba en la puerta del bar esperando a que abrieran. Los intentos por demorar el encuentro fueron en vano, y lo mismo ocurrió con las numerosas tentativas encaminadas a que Susi se acordara de él. Una tras otra, inexorablemente, las monedas iban cayendo al interior del artefacto para no volver.

Cuando optó por una retirada, comenzó a llover. Llegó a su casa empapado y cerró la puerta con desgana. La melancolía entró por las rendijas y el desasosiego campeaba a sus anchas. Transcurrieron minutos y horas, pero Bruno seguía sin digerir  la historia. Su mente se negaba a asimilar que todo hubiera sido obra de un destino caprichoso y juguetón. Buscaba culpables. Estaba seguro de que alguien o algo había manipulado los circuitos de su querida Susi. Habrían cambiado conexiones o habrían sustituido unas piezas por otras, e incluso es posible que hubieran conservado la silueta, mientras el resto, es decir, casi todo, estaría amontonado en algún cementerio de metales usados o desguazado en minúsculos trozos carentes de identidad. No, aquella no podía ser su querida Susi aunque tuviera la misma apariencia. Ella no le habría vuelto la espalda ni consentiría que sufriera tanto. Y fue quizás ese convencimiento el que hizo que comenzara a pensar en la más radical de las decisiones.

Seguía lloviendo. Después de casi una semana seguía lloviendo. Había tenido tiempo de enfrentarse con todo tipo de pensamientos y estaba cansado. Se asomó a la ventana y al ver la tarde tan gris, sintió que ese era el día perfecto para poner en todo aquello un desenlace de cine negro.

Un disparo seco sonó sobre el bullicio. Tras el impacto, la melodía de Susi se quebró y las notas sueltas quedaron como flotando entre el silencio que se adueñó del local. Las miradas de los parroquianos se concentraron en la figura de Bruno que se marchaba cabizbajo, pero nadie le dijo una palabra, ni un reproche, ni nada. Después de todo, era sólo una máquina tragaperras.


Primer Premio en el I Certamen de Cuento Corto de la Asociación Cultural Julio Cortázar de Madrid

Publicado en el nº 17 de la revista Campus editada por la Universidad de Granada.

Ilustración José Antonio García Amezcua