El reparto de los recursos



No siempre ha existido un sistema sanitario con la misión de velar por la salud de toda la población. La idea de redistribuir el dinero de los impuestos en una red de servicios públicos que den una respuesta institucional a la enfermedad de una persona es, simplemente, una opción ideológica que cree que de esta forma se puede lograr una sociedad más justa y estable.

De hecho, la persistencia de la crisis económica puede hacer que los valores que hasta ahora han hecho posible cierto grado de cohesión social se sustituyan por la reducción del gasto como único timón de los sistemas públicos.

Pero para que se mantenga la cohesión social es imprescindible que, incluso en épocas de restricción, exista cierto grado de justicia en el reparto de los recursos, incluidos lo recursos destinados a la asistencia sanitaria.

El profesor Diego Gracia lleva años explicando, desde su magisterio de Bioética, que los principios que se utilizan para distribuir los recursos públicos no son inmutables, sino que han ido cambiando a lo largo de la historia. Desde los griegos hasta el siglo XVII, la desigualdad era considerada como algo natural, por lo que la distribución de los recursos primaba a los que ocupaban un lugar importante en la comunidad y de esta forma la justicia imitaba al orden natural. El Liberalismo, que surgió como defensa de los derechos civiles y que tenía la libertad del individuo como máxima, negaba que el Estado tuviera que inmiscuirse en la vida de los ciudadanos, la asistencia sanitaria era una cuestión privada y lo justo era dejar que la relación médico-paciente funcionara por los principios del libre mercado. El Marxismo, por el contrario, no creía en la propiedad privada ni en la preponderancia de la libertad individual, consideraba que lo justo era que el Estado se encargara de organizar todos los aspectos de la vida y, en consecuencia, de proporcionar asistencia sanitaria.

En los países occidentales, aunque actualmente coexisten diversas visiones sobre el adecuado grado de intervención del Estado, se ha ido estableciendo cierto consenso, al menos aparentemente, sobre la consideración de la asistencia sanitaria como parte de los derechos sociales de los ciudadanos. También hay cierto consenso en aceptar que la eficiencia económica es necesaria para cualquier administración pública. Luego una distribución de recursos públicos justa tendría que compaginar el principio de igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos para acceder a la asistencia sanitaria con el principio de eficiencia que utiliza criterios de racionalidad económica.

Saber cómo se deben distribuir los recursos cuando son insuficientes es una pregunta cuya respuesta no puede circunscribirse solo a los gestores, sino que incumbe a todos los ámbitos de la organización sanitaria y a la sociedad en general.

Los gestores de las organizaciones sanitarias, sea cual sea su ámbito de competencias, son responsables directos de la toma de decisiones en las que entran en juego principios éticos y consecuencias económicas. Las decisiones sobre infraestructuras, sobre procesos organizativos o sobre los resultados en salud que se quieren obtener no son moralmente neutras. Qué hacer con una nueva tecnología, a qué franja de población beneficia un determinado programa o cómo se articulan las relaciones laborales son asuntos que tienen importantes implicaciones. El dilema de optar por trabajadores públicos o por empresas privadas para la provisión de los servicios sanitarios públicos tampoco es una opción moralmente baladí, sino que puede tener consecuencias sobre la justicia distributiva si no existen mecanismos de control que impidan la disminución de la calidad o la selección adversa de pacientes complejos para reducir costes y obtener beneficios.

Los clínicos también tienen responsabilidad en la distribución de los recursos. Las organizaciones sanitarias tienen la peculiaridad de que son los clínicos los que realmente deciden el destino de la mayor parte de los recursos, ya que son los que indican si hay que hospitalizar a un paciente, qué pruebas complementarias hay que hacer y qué medicamentos tiene que tomar. El clínico es pues el distribuidor de la mayor parte de los recursos y por tanto no está exento de la obligación de conjugar los principios morales con las consecuencias económicas de los actos. Las decisiones clínicas bien fundamentadas en el conocimiento científico que realmente sirvan para mejorar la salud, aliviar el dolor o acompañar a los pacientes en el final de sus vidas constituyen el verdadero armazón de la justicia distributiva.

Por último, los principios que se utilizan para distribuir los recursos, que son finitos, es un asunto que por supuesto atañe al conjunto de la sociedad y por tanto debe asumir también su responsabilidad. La participación de la sociedad civil en las decisiones públicas es una revolución que ya está en marcha. Además, las distintas visiones de la justicia distributiva tienen su correlato con diferentes opciones políticas que se presentan a las elecciones para que los ciudadanos decidan qué camino hay que tomar. Así que luego, nadie puede sorprenderse de las consecuencias.



(Publicado en Diario Sur el 11 de septiembre de 2013)

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