Los mejores aliados de la enfermedad son la pobreza y la ignorancia. Parece una afirmación cruel y gratuita, pero es que es cierta. Aunque pueda haber excepciones, las enfermedades no se distribuyen ni se han distribuido nunca de forma homogénea entre toda la población, sino que hay un claro gradiente hacia los más desfavorecidos. Y no es que exista un férreo determinismo biológico, sino que un extenso número de factores impregnan de forma distinta la salud de las personas según la clase social a la que pertenezcan.
Es bien conocido que el tipo de alimentación, el porcentaje de población que practica ejercicio o que fuma es diferente para personas con estudios primarios, medios o universitarios. También es diferente la posibilidad de acceso a información relevante y a una formación que construya un conocimiento crítico que pueda ser usado para evitar conductas peligrosas para la propia salud y la de los demás.
Las medidas de salud pública que más impacto han causado a lo largo de la historia siempre han sido aquellas que obligatoriamente han llegado a todos los rincones de una población, como la generalización de la red de agua clorada, la vacunación obligatoria para todos los niños o la mejora del estado de las carreteras.
Los servicios sanitarios asistenciales de acceso universal como el nuestro, están abiertos a toda la población, pero también tienen limitaciones para garantizar un acceso efectivo, porque las personas toman decisiones según su propia concepción de la salud y la enfermedad, que muchas veces les lleva a consultar en exceso problemas banales de forma urgente y sin embargo ignorar síntomas trascendentales por diversos motivos.
Más obvio parece el distinto impacto sobre la salud según la clase social, de medidas como el copago de medicamentos y productos ortoprotésicos que puede llevar a muchos enfermos crónicos a no poder comprarlos. Igual ocurre con la necesidad del periodo de descanso que requieren algunas enfermedades y que el miedo al despido o a la reducción de sueldo puede eliminar.
Un sistema sanitario, por si solo, no puede hacer desaparecer las desigualdades en salud aunque tenga buenos programas y magníficos profesionales, porque un sistema sanitario no es una isla alejada de la realidad social de su época sino que forma parte de ella. Para disminuir las desigualdades sociales en salud hace falta que la sociedad en su conjunto y los poderes públicos que elija, quieran, sepan y puedan hacerlo.
Lo que está claro es que la lucha contra la enfermedad no se puede basar sólo en plantear más servicios sanitarios que generen más actividad, sino que además de incorporar a la práctica asistencial los avances de la ciencia que realmente hayan demostrado su efectividad, la lucha contra la enfermedad es sobre todo la lucha contra la pobreza y la ignorancia.
Los mejores indicadores sanitarios no están sólo en los hospitales y centros de salud, sino que podemos encontrarlos en el mundo de la economía y en el sistema educativo, que son dos hermanos siameses. La tasa de fracaso escolar o el porcentaje de población con estudios universitarios son el verdadero mantra de la salud. ¿Pero cómo mejorarlos o al menos qué hacer para que no sucumban? ¿Cómo podemos saberlo?
La opción liberal de reducir el estado protector con la intención de que surjan individuos fuertes que por si mismos sean capaces de sacar adelante a la sociedad no parece que esté mejorando la situación. De hecho, vamos en sentido inverso y muchas personas de clase media están dando un salto hacia atrás y están a punto de regresar al lugar de donde con gran esfuerzo partieron nuestros padres o nuestros abuelos hace muchos años con la esperanza de ofrecernos un mundo mejor.
Aunque el desempleo de los posgraduados, los investigadores y los jóvenes con másteres pueda hacernos pensar que el acceso al conocimiento se ha convertido en algo inútil y que el esfuerzo mantenido que supone estudiar toda la vida ni protege ni garantiza nada, no parece que haya otra salida que la apuesta individual por el saber y la apuesta pública por mantener la educación como motor y como última red protectora, para tener al fin una sociedad formada y crítica de la que puedan surgir ideas.
La “España de la rabia y de la idea” que tanto anheló Machado y que no pudo ver a pesar de haber dedicado su vida a enseñar Literatura a los alumnos de instituto y a plasmar su pensamiento en una obra llena de belleza, de claves y coordenadas para que pudieran ser utilizadas en momentos como este por gente como nosotros.
(Publicado en Diario Sur el 13 de mayo de 2013)
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