
Publicado en el nº 51 de la revista Campus editada por
Blog que recoge artículos de opinión sobre servicios sanitarios y relatos escritos por Torcuato Romero
Se quedó sin poder reaccionar. Los pulmones le pedían más aire y una gota de sudor resbaló desde la frente, bajó con lentitud por el rostro y fue a caer sobre la mano que aún estaba apoyada en uno de los botones de Susi.
No comprendía lo que estaba pasando, sin duda sería una broma o una confusión. Cogió otra moneda y volvió a intentarlo. Pero no había nada que hacer, la máquina se tragaba una y otra vez los círculos de metal sin dar ningún tipo de respuesta.
Cuando al final la evidencia se le agolpó en la garganta, se marchó con los bolsillos vacíos y con el cuerpo abandonado a la desolación. Fue una de esas noches que son demasiado largas. La calle casi desierta lo acogió como a uno de los suyos y entre el asfalto y las aceras deambuló sin rumbo. ¿Qué más daba el sitio? ¿Qué más daba todo? Su cabeza era un hormiguero de pensamientos sombríos, con intenso olor a derrota. Las caídas siempre eran igual.
Pero a medida que fueron pasando las horas, los músculos de la aflicción perdieron en tono y el repertorio de pesares se fue agotando. No había porqué dramatizar. Quizás se trataba de una mala noche, de un enfado fugaz o de cualquier otra nimiedad. Seguro que al día siguiente todo volvería a ser como antes. Y así, poco a poco, la esperanza se abrió paso y una leve sonrisa brotó al imaginar los detalles de la posible reconciliación. El llegaría haciéndose el desentendido, como si no le importara nada; o mejor, estaría varios días sin aparecer para que Susi tuviera tiempo de reconsiderar su actuación.
A la mañana siguiente estaba en la puerta del bar esperando a que abrieran. Los intentos por demorar el encuentro fueron en vano, y lo mismo ocurrió con las numerosas tentativas encaminadas a que Susi se acordara de él. Una tras otra, inexorablemente, las monedas iban cayendo al interior del artefacto para no volver.
Cuando optó por una retirada, comenzó a llover. Llegó a su casa empapado y cerró la puerta con desgana. La melancolía entró por las rendijas y el desasosiego campeaba a sus anchas. Transcurrieron minutos y horas, pero Bruno seguía sin digerir la historia. Su mente se negaba a asimilar que todo hubiera sido obra de un destino caprichoso y juguetón. Buscaba culpables. Estaba seguro de que alguien o algo había manipulado los circuitos de su querida Susi. Habrían cambiado conexiones o habrían sustituido unas piezas por otras, e incluso es posible que hubieran conservado la silueta, mientras el resto, es decir, casi todo, estaría amontonado en algún cementerio de metales usados o desguazado en minúsculos trozos carentes de identidad. No, aquella no podía ser su querida Susi aunque tuviera la misma apariencia. Ella no le habría vuelto la espalda ni consentiría que sufriera tanto. Y fue quizás ese convencimiento el que hizo que comenzara a pensar en la más radical de las decisiones.
Seguía lloviendo. Después de casi una semana seguía lloviendo. Había tenido tiempo de enfrentarse con todo tipo de pensamientos y estaba cansado. Se asomó a la ventana y al ver la tarde tan gris, sintió que ese era el día perfecto para poner en todo aquello un desenlace de cine negro.
Un disparo seco sonó sobre el bullicio. Tras el impacto, la melodía de Susi se quebró y las notas sueltas quedaron como flotando entre el silencio que se adueñó del local. Las miradas de los parroquianos se concentraron en la figura de Bruno que se marchaba cabizbajo, pero nadie le dijo una palabra, ni un reproche, ni nada. Después de todo, era sólo una máquina tragaperras.
Publicado en el nº 17 de la revista Campus editada por
Ilustración José Antonio García Amezcua
Una mujer de 32 años me enseña el informe de una ecografía que se ha hecho en una clínica privada. Leo que tiene una lesión sólida irregular en la mama izquierda. Le pregunto que cómo se encuentra y hago la petición para una biopsia.
Un joven de 27 años me cuenta que desde que tuvo el COVID no se siente bien. Le duele la cabeza y apenas si puede dormir. Un amigo que también se contagió falleció. Desde entonces no ha vuelto al gimnasio y come todo lo que se le pone por delante. Tiene la tensión alta y pesa ciento veinte kilos. Después de hablar un rato, quedamos en que nos volveremos a ver en una semana.
Un hombre de 78 años años me dice que ha ido a renovarse el carnet de conducir y le han pedido un informe del médico de cabecera.
El móvil se ilumina por un mensaje de la directora a la lista de médicos en el que informa de algunos cambios en las agendas.
Una madre entra con su hijo de 17 años y me cuenta que está muy preocupada porque a su hijo se le cae el pelo. Veo en la historia que la preocupación se ha mantenido durante años. Intento tranquilizarla pero la mujer dice que nunca le han hecho caso y que tendrá que ir a un médico privado.
Un hombre de 54 años viene para ver los resultados de una ecografía que le pedí porque tenía altas las transaminasas. Cuando le explico que todo está bien, el paciente se tapa la cara con las manos. Me viene a la cabeza una película de Woody Allen en la que dice que benigno es la palabra más hermosa.
Un hombre de 36 años me pide una resonancia magnética porque le duele la espalda desde hace una semana. Después de explorarlo, le digo que sería más conveniente poner un tratamiento y ver la evolución. Antes de marcharse, me comenta que se quedaría más tranquilo con la resonancia.
Un hombre de 60 años con una cardiopatía isquémica me dice que no le ha llegado la cita de revisión para el cardiólogo. Veo en la historia que aún no tiene fecha asignada y le digo que no tengo ninguna información al respecto y que tendrá que preguntar en el hospital.
Una mujer de 87 años viene con su cuidadora para aclarar la medicación para el dolor. La cuidadora quiere que escuche de mi boca las instrucciones porque dice que la paciente tiene sus propios criterios sobre cómo debe ser la posología.
Cuando dan las diez, salgo a la calle por la puerta en la que supongo que habrá menos gente. Saludo con un breve gesto a varios pacientes de mi cupo que me miran con ganas de hablar.
Me siento junto a un antiguo compañero que ha venido a tomar café con nosotros. Desde que comenzó la pandemia, se han jubilado cinco médicos. Todos eran de las primeras generaciones que abrieron los centros de salud con el convencimiento de que iban a cambiar el mundo.
Recuerdo la charla que dieron en la facultad dos médicos de familia de la primera promoción. Salí del salón de actos con una especie de orgullo profesional porque acaba de decidir cual sería mi camino.
Ahora que se están jubilando aquellas primeras promociones, me doy cuenta de que el mundo ha cambiado tal y como nos propusimos, aunque no sé si en la dirección que esperábamos. Cada día durante el desayuno, enumeramos una pormenorizada casuística de quejas y agravios profesionales que sobrellevamos como podemos. La sociedad ha sido la que ha cambiado y nuestras consultas se han convertido en un espacio en el que confluyen fuerzas divergentes que son difíciles de encajar. Las expectativas sobre la salud y la enfermedad que tienen hoy los pacientes (1), el desarrollo de otras especialidades más tecnologizadas, las múltiples instrucciones que mandan las autoridades sanitarias (2) o la rápida generación de nuevo conocimiento que cada vez es más difícil de abarcar son cuestiones que se agolpan en los minutos que dura cada consulta y nos dejan con la sensación de haber perdido el control, como un barco sin rumbo en mitad de la tormenta, con las velas recogidas y el motor apagado, pero con la ingenua esperanza de que llegaremos a Ítaca cuando amaine.
Bibliografía
Hoy he creído notar el primer aviso de Percival. Sus cuerdas han sonado de una forma especial. Lo conozco bien. Llevamos mucho tiempo juntos y por eso sé que esta mañana ha sido distinto y que tengo que darme prisa.
Percival es mi violín, bueno, creo que es más correcto decir que yo soy su hombre. Nos conocimos casi por casualidad y aunque algunos detalles fluctúan algo borrosos en mi memoria, conservo con bastante nitidez el recuerdo de lo que pasó.
Era mediodía ¿o quizás de noche?, en realidad no importa demasiado. Elena y yo estábamos sentados en una cafetería y nos llamó la atención un hombre ya mayor que entró en el local. Tenía un aspecto descuidado, casi haraposo y llevaba un violín.
Yo había estado varios años estudiando en el conservatorio, pero como la voluntad nunca me acompañó, acabé dejándolo. Me había quedado, sin embargo, gran afición a la música y una envidiosa admiración hacia todo el que se ganaba la vida de aquella manera.
Al rato ya estaba tocando, y lo hacía de tal forma que aunque no era un virtuoso, las notas que salían del instrumento me llenaron de una agradable sensación de paz. Por lo visto, él se dio cuenta, porque al acabar de tocar se acercó a nuestra mesa.
Al verlo venir, me puse un poco nervioso y busqué algunas monedas. Cuando las encontré y me disponía a dárselas, él frenó mi mano con la suya.
—No, no quiero dinero —dijo—, quiero que aceptes un regalo.
Me sentí incómodo, había por ahí tanta gente rara…; aunque recuerdo que su mirada era tan serena que hizo que mi actitud me pareciera torpe ante su naturalidad.
—Y dígame —acerté a decir—, ¿Por qué quiere hacerme un regalo?
Entonces puso un gesto triste y permaneció en silencio. Yo no podía dejar de mirarlo, era todo tan, tan…; bueno, el caso es que empezó a interesarme. Me fijé en las arrugas de la piel, en los rasgos de su rostro, y sobre todo en las manos, tal vez por la forma de sujetar el violín. Creí adivinar un interminable discurrir de caricias entre ambos, se agarraba a él como si fuera lo más importante de su vida.
—Mira —me dijo al fin—, voy a morir pronto y Percival se va a quedar solo. Necesita a alguien que sepa quererlo, y sé que a ti su música le ha gustado.
—Perdone, no entiendo nada. Usted ni siquiera me conoce.
El viejo ni se inmutó. Decididamente pensé que aquel tipo estaba loco, pero él pareció adivinar.
—Imagino lo que estarás pensando —dijo en tono burlón—, es lógico, a mí me ocurrió igual. Es cosa de paciencia y también de fe, lo sé, ya verás…
—¿Fe? ¿No será usted un…?
—Tranquilo, je, je…, no soy nada de eso. Escúchame bien. Es algo muy sencillo, el violín necesita cuidados, nada más natural, ¿no es cierto? A cambio tendrás su agradecimiento, mucho más de lo que imaginas.
—Sigo sin comprender
—No puedes comprender todavía, no te preocupes. Cuida de Percival, él se encargará del resto.
Dejó el violín sobre la mesa y se quedó mirándolo, inmóvil, con aquellos ojos vivos que parecían querer comunicar lo que no acertaba a articular su boca.—¿Quiere decir que me lo regala de verdad?
Por un instante la codicia me desbocó. Traté de controlar mis gestos. Tal vez se trataba de una pieza robada en alguna colección. ¿Stradivarius quizás?
—Pero yo apenas si sé tocar —intenté disimular.
—Él te enseñará, déjate llevar, sé dócil.
Y dando media vuelta abandonó el local. Elena me miraba con cara de asombro, ella también estaba impresionada con lo que había pasado. Y así nos quedamos, con los cafés fríos y el violín sobre la mesa.
Cuando llegué a mi casa, no pude aguantar la tentación y me puse a tocar. Me había picado tanto la curiosidad aquel viejo, que cuando cogí el violín me puse nervioso, como si alguien me estuviera escuchando y yo temiera no estar a su altura de la ocasión.
Empecé a tocar. El arco se deslizó suavemente sobre las cuerdas y las notas comenzaron a brotar, al principio con timidez, pero poco a poco fueron perdiendo el miedo y al cabo de varias horas, allí seguíamos los dos, Percival y yo. La música sonaba ya con una fluidez que hizo que recordara las palabras del viejo: «Él te enseñará…». Sentí que toda la historia empezaba a tener sentido y que algo en mi vida había cambiado.
Ése fue el primer día que llegué tarde al trabajo. Por lo visto me quedé dormido sin darme cuenta porque al despertar, el violín estaba a mi lado, junto a la almohada. Sin duda, estuve tocando hasta muy tarde. Miré preocupado el despertador. ¡Eran las nueve y media! Yo entraba a trabajar a las ocho. Salté de la cama y mientras me vestía pensé en la noche anterior, me había sentido realmente bien, tanto que olvidé poner en marcha el despertador y esto sin duda me traería problemas.
Al momento yo estaba en la calle esperando el autobús. Durante los veinte minutos largos del trayecto, tenía tiempo de preparar alguna excusa más o menos convincente. Empecé a barajar tres o cuatro posibilidades. Cuando el autobús llegó a mi parada, aún no había preparado ninguna.
El jefe se presentó delante de mi mesa, y ante la avalancha de improperios sólo atiné a esbozar un «lo siento, se me ha hecho tarde» apenas audible. Él se quedó confundido, seguramente esperaba oír algo rebuscado, pero mi indiferencia los desconcertó. Antes de irse me preguntó si me ocurría algo.
Satisfecho por el desenlace de lo que parecía una catástrofe, me fui a desayunar. La verdad es que yo nunca me concentré demasiado durante las horas de trabajo, pero aquel día no fue normal. Las notas de música se deslizaban entre montones de facturas para revisar y los acordes retumbaban por todos los rincones de mi cerebro.
Durante las semanas siguientes apenas sí salí a la calle. Me marchaba lo antes posible del trabajo y estaba totalmente ocupado intentando sacar lo mejor de Percival. Cada vez tocaba mejor, parecía asombroso lo rápido que estaba aprendiendo. Cuando lo apoyaba sobre mi cuerpo y comenzaba a tocar, todo tenía otro sentido. La música invadía mi ser, hacía que me despreocupara de lo que hasta entonces había sido mi vida. Así, tras los primeros cambios sutiles, casi imperceptibles, experimenté otros claramente manifiestos que pronto empezarían a traerme complicaciones.
Desde que nos conocimos, Elena iba casi todas las tardes a mi casa. Cuando Percival cayó en mis manos, ella también se entusiasmó con la historia, pero al ver que me lo estaba tomando tan en serio, cambió de actitud e intentó, sin éxito, que saliéramos más a menudo. Después espació sus visitas y cada día se mostraba más distante y esquiva.
—¿Qué te pasa? —Le pregunté un día.
—¿A mí? ¿Qué te pasa a ti querrás decir? ¿Pero no te das cuenta de que estás atontado? Desde que aquel dichoso viejo te dio el violín pareces otro, llegas tarde al trabajo, no me haces caso… ¿Qué vas a hacer si te despiden? ¿En qué mundo crees que vivimos?...
Yo no supe qué responder, pero en aquel momento, me di cuenta de que se había abierto entre nosotros una zanja difícil de tapar, y aunque siguiéramos juntos, tarde o temprano nos separaríamos.
Luego todo se precipitó; me echaron del trabajo, Elena se fue, tuve que dejar la casa, coger una habitación en un bajo… Pero nada parecía tocarme, me sentía impermeable ante ese acúmulo de nimiedades y sólo me preocupaba por las cosas realmente importantes como Percival, su música y yo.
Al principio me daba vergüenza poner la mano, por eso me compré un sombrero y…, bueno, la verdad es que lo cogí de un coche. Me gustó tanto que busqué una piedra y la tiré contra el cristal. Creo que nadie me vio…; pero ya me he dado cuenta de que esto no tiene ninguna importancia, el caso es que con el sombrero la cosa fue más fácil. Lo colocaba junto a mis pies, un poco más retirado mejor. Cuando oía el sonido de una moneda al chocar con otra, me ruborizaba un poco, pero uno se acostumbra a todo y ve que tampoco eso tiene importancia.
Empezamos por ir a los parques, pero vinieron días lluviosos y tuvimos que refugiarnos en el metro. No me gustó. Era triste. Daba igual que fuera otoño, los túneles y las luces artificiales seguían quietas sin sospechar que afuera los árboles dejaban caer sus hojas y el suelo se cubría con un manto amarillo y seco que crujía cuando caminabas.
La verdad es que no me vino mal para acostumbrarme, nadie parecía fijarse en mí, y eso me ayudó. Además, cuando comenzaba a tocar me olvidaba de todo, cerraba los ojos y ya no importaba el lugar, ni la luz…, ni nada.
Al final me acostumbré. Desde luego, allí abajo Percival suena mejor que en cualquier otro lugar. Los túneles, en un principio lúgubres, acogen muy bien la música; se diría que la están esperando, y cuando llega, se la pasan unos a otros, como jugando; eso es lo que nosotros conocemos por sonoridad.
Ahora vamos todos los días. Madrugamos mucho, pero claro, por la noche también nos acostamos temprano. Cuando pasan las primeras personas con cara de ir a trabajar, ya estamos tocando. Yo noto en sus miradas que lo agradecen, les gusta que les pongamos música a un trocito de sus vidas; no es que me lo hayan dicho ellos, pero yo sé que debe ser algo así.
A media mañana ha aflojado el ritmo de la gente, entonces, meto a Percival en su funda —se la compré cuando las primeras lluvias— y aprovechamos para subir a desayunar. Siempre vamos al mismo sitio. Es una taberna vieja, pero nos conocemos todos y podemos hablar de nuestras cosas. Se está bien.
Luego volvemos a bajar por la misma boca de metro. Todos saben dónde encontrarnos. Si estuviéramos cambiando de lugar sería distinto, no podría reconocer ninguna cara y a nosotros tampoco nos conocerían.
Un día entramos en una cafetería. Era de esas que son enteras de madera, muy acogedora. Los parroquianos eran casi todos jóvenes, con aspecto desenfadado. Alguien estaba tocando el piano una conocida melodía, no sé cuál porque nunca recuerdo los nombres de las piezas, pero por supuesto clásica. Yo no pude resistir. Me puse al lado del músico y comencé a tocar con él. El resultado fue sorprendente. Todos se callaron y aquello se convirtió en un verdadero concierto. Después de cada interpretación, el público aplaudía y gritaba para que siguiéramos tocando. El pianista y yo mirábamos con satisfacción, estoy seguro de que también fue su mejor actuación. Cuando acabamos, el dueño nos invitó a comer, estábamos entusiasmados. Fue una lástima que cerraran el local, aunque quizás gracias a eso, muchos de los que nos escucharon tendrán el recuerdo de aquel gran violinista que tocó una tarde en la cafetería, y eso siempre hace ilusión.
Y así vamos, hemos pasado ya muchos años juntos y no me quejó, estoy satisfecho. Si volviera a nacer, me gustaría que Percival se cruzara otra vez en mi vida. Ha sido todo para mí. Por eso esta mañana, cuando el sonido de sus cuerdas se me ha metido tan adentro, he sabido que para mí, el momento final estaba cerca. No he sentido miedo, yo ya había comprendido mi papel en la historia, lo importante es que Percival no acabe en la vitrina de algún anticuario. Así que tengo que darme prisa en encontrar a alguien. No es tan fácil, no sé cómo hacerlo. Tendré que olvidar el metro e ir más a menudo por las cafeterías.
Aunque…, no sé por qué me preocupo tanto. Estoy menospreciando a Percival, él no es ningún aficionado y sabrá cómo sonar en el momento adecuado y ante la persona elegida. Entonces, yo lo dejaré sobre la mesa y me marcharé un poco triste por la separación, pero contento y en paz por haber tenido una vida tan entrañable y tan feliz.
Luis Muriel Burgos y Torcuato Romero López
Publicado en la revista Campus de la Universidad de Granada en septiembre de 1988
https://laorugazl.blogspot.com/2022/02/al-amparo-de-percival-por-luis-muriel.html?fbclid=IwAR28RwBluakRtjzmJanmezy-BHyE0dB6dfVwhQqsCyaU8Pmj-o5HV5vpH2g
https://www.editorialnazari.com/libro/el-campo-de-alfalfa/