En el año 1857, el economista alemán Ernst Engel formuló las leyes de la evolución de los bienes de consumo al observar que la parte del presupuesto familiar destinada a pagar los gastos alimentarios disminuía conforme aumentaban los ingresos, la destinada a la adquisición de bienes de confort como ropa o muebles permanecía estable, mientras que el porcentaje para servicios como la salud o los bienes culturales, aumentaba.
El hecho de que la asistencia sanitaria se comporte como un bien de consumo que cumple la tercera ley de Engel explica, ya desde el siglo XIX, por qué los gastos en salud crecen más deprisa que la riqueza de un país. Y todo esto antes de la aparición de la alta tecnología, del aumento espectacular de la esperanza de vida y de la proliferación de enfermedades crónicas que han generalizado pruebas, tratamientos y cuidados a gran parte de la población.
Así que incluso en las épocas de bonanza económica, siempre ha existido tensión entre la tendencia inflacionista de los gastos sanitarios y la racionalidad matemática, que además de disponibilidad presupuestaria, parece exigir una relación más o menos directa entre el coste de los servicios sanitarios y el beneficio sobre la salud.
Pero en épocas de dificultades económicas en las que la riqueza del país lo que hace es disminuir, la tensión que genera el recorrido inverso de las leyes de la evolución del consumo está mas que servida. En estas circunstancias entonces, es pertinente y necesario preguntarse si todo gasto en salud está éticamente justificado, si los millones de actos clínicos que realizamos sirven de verdad para conservar la salud, para curar y cuidar a los enfermos, para aliviar su dolor.
Cuando los recursos públicos son limitados, también hay que tener en cuenta que la partida presupuestaria destinada a la asistencia sanitaria compite con otras como las destinadas a la educación, a la lucha contra la pobreza o al medio ambiente, que también son factores determinantes de la salud de una comunidad.
Que la sanidad se financie mediante los impuestos que pagan los ciudadanos, refuerza la necesidad de que la actividad sanitaria demuestre que realmente sirve para los fines para los que está pensada, y que además, cumple con los valores que deben estar presentes en todas las actuaciones de las organizaciones sanitarias, que incluyen un reparto justo de los recursos públicos.
Si algo podemos aprender de la crisis es que el mundo no volverá a ser igual. Ante los intentos de cambiar de modelo sanitario y privatizar la gestión, no podemos responder simplemente con el argumento de que toda actividad sanitaria es un bien en sí mismo que hay que proteger, sino que hay que hacer algo más.
Hoy en día, la prestación de servicios sanitarios se ha convertido en una tarea de gran complejidad en la que intervienen múltiples profesionales, a veces con perspectivas muy diferentes, que tejen un entramado de procedimientos administrativos, consultas, pruebas y tratamientos que recaen sobre un mismo paciente. Solo con el conocimiento científico y la reflexión podremos discernir entre lo que son las intervenciones sanitarias de indudable valor que contribuyen a mitigar el sufrimiento y que mejoran la vida y la dignidad de las personas, y la actividad redundante o de dudosa utilidad que ha crecido al amparo de la tendencia inflacionista, ya recogida por Engel, y que ha propiciado una excesiva medicalización de la sociedad.
La intervención sobre los determinantes de la salud, la mejora cualitativa más que cuantitativa en hospitales y centros de salud y un uso riguroso de medicamentos y medios diagnósticos, son unas líneas básicas pero necesarias para defender la viabilidad de un modelo público.
En 1923, el escritor y premio novel francés Jules Romains publicó la obra de teatro El Dr. Knock o el triunfo de la medicina, que cuenta la historia de un joven médico que llega a un pequeño pueblo en el que no había demasiado trabajo. La comedia cuenta como en pocos meses, con la colaboración de los medios de comunicación de la época, de las charlas del maestro sobre microorganismos, y con la ayuda del farmacéutico y de las fuerzas económicas, consigue cambiar las costumbres y preocupaciones de todos los habitantes, que pasan de ser personas ocupadas con los avatares propios de la existencia, a ser enfermos en potencia, ya que “no hay persona sana sino paciente insuficientemente estudiado”.
Aunque la verdad es que el mundo siempre ha sido complejo y a veces la diferencia entre lo esencial y lo superfluo no es tan fácil de percibir.
(Publicado en Diariosur el 7 de Noviembre de 2013)
http://lector.kioskoymas.com/epaper/viewer.aspx
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